El Viaje Inesperado +18 - FIN.

 


El cuerpo de Laura aún temblaba levemente mientras caminaba hacia la cocina, las piernas inestables, la ropa interior todavía corrida a un lado y pegada a su piel húmeda. Cada paso le recordaba la firmeza con la que Rubén la había poseído, cómo sus manos habían marcado su cintura, cómo la mesa había golpeteado contra la pared con cada embestida. 

Llenó la pava con manos que apenas habían dejado de temblar y la puso al fuego, el agua comenzando a silbar suavemente. Mientras esperaba, se limpió discretamente entre las piernas con un pañuelo, sintiendo el líquido cálido de él mezclado con el de ella. 

Rubén, ahora reclinado en el sofá con la camisa desabrochada, la observaba con ojos oscuros y satisfechos. 

—No te vistas —dijo simplemente cuando ella miró hacia su vestido en el suelo—. Así estás perfecta.  

Laura asintió, sin protestar. Había algo en su tono, en esa autoridad que no admitía discusión, que la hacía sentir extrañamente cómoda en su desnudez parcial. Con el torso aún cubierto solo por el sostén de encaje negro y las medias enrolladas en sus muslos, preparó los mates con movimientos cuidadosos, vertiendo la yerba, colocando la bombilla, probando la temperatura del agua antes de servir. 

Cuando estuvo lista, caminó hacia él con la calabaza y el termo en mano. Rubén le indicó con un gesto que se sentara en su regazo, y ella obedeció, acomodándose sobre sus muslos robustos. Él rodeó su cintura con un brazo mientras con la otra mano tomó el mate, chupando el primer sorbo con un sonido satisfecho. 

—Bien hecha —murmuró, pasándole el mate a ella. 

Laura bebió, sintiendo el calor de la infusión mezclarse con el de su cuerpo. El contraste entre la intimidad de este momento y lo salvaje de lo que acababan de hacer la tenía mareada. 

—¿Tus hijos…? —preguntó finalmente, curiosa pero con cuidado, como si no quisiera romper el hechizo. 

Rubén no pareció molesto. —Tres —respondió, acariciando su costado con el pulgar—. Dos varones y una mujer. La mayor tiene… veintidós, como vos. 

Ella sintió un escalofrío al escuchar eso, una mezcla de intriga y algo más, algo prohibido que no quiso examinar demasiado. 

—¿Y tu esposa? —preguntó, esta vez más baja, como si supiera que estaba pisando terreno delicado. 

Rubén tomó otro mate antes de responder. —En el hospital —dijo—. Es enfermera. Turno de noche. 

Laura asintió, imaginando a la mujer, cansada, volviendo a casa a una cama que olía a otro. 

—Pero esta noche —continuó Rubén, acercando los labios al oído de ella— cuando la tenga debajo mío, voy a cerrar los ojos y pensar en vos. En cómo te movías, en cómo gemías… 

Laura contuvo el aire, sintiendo cómo sus pezones se endurecían bajo el encaje a sus palabras. 

Como si lo hubiera sentido, Rubén deslizó los dedos bajo una de las copas de su sostén, liberando un pecho redondo y firme, la piel aún ruborizada por el sexo. 

—Seguí —ordenó, pellizcando suavemente el pezón mientras con la otra mano le ofrecía el mate—. Tomemos tranquilos… por ahora. 

Y así lo hicieron. Entre sorbo y sorbo, entre caricias que prometían más, el tiempo pareció detenerse. Laura, sentada en su regazo, semidesnuda y usada, y él, dueño de ese momento, de ese pedazo de su intimidad que jamás recuperaría. 

El mate circulaba. Las palabras, escasas pero significativas, flotaban en el aire. Y en algún lugar de la ciudad, una mujer que no sabía nada de esto se preparaba para un turno que no imaginaba cómo terminaría. 

El último mate quedó lavado, el agua ya sin sabor. Rubén dejó la calabaza sobre la mesa con un golpe seco, sus dedos manchados de yerba seca acariciando distraídamente el cuello de Laura. Ella seguía sentada en su regazo, su pecho desnudo brillando bajo la luz tenue del departamento, el pezón sensible aún rojizo por sus pellizcos anteriores. 

—Bajate —murmuró él, no como una petición, sino como un hecho inevitable—. Y abre esa boquita otra vez. 

Laura sintió un escalofrío familiar recorrerle la columna. Obedeció sin prisa pero sin pausa, deslizándose de su regazo hasta arrodillarse en la alfombra, entre sus piernas. El aire olía a sexo y a yerba mate, a sudor seco y a la colonia barata de Rubén mezclada con algo más crudo, más animal. 

El miembro de él, ahora flácido pero aún grueso, descansaba sobre su muslo. Laura lo tomó con una mano, sintiendo el peso cálido de la piel suave, el olor salobre que aún persistía incluso después de haberla penetrado. Inclinó la cabeza y pasó la lengua por la punta, saboreando los restos secos de su encuentro anterior. 

—Así, despacio —susurró Rubén, enredando los dedos en su pelo—. Hacelo crecer de nuevo, putita. 

Ella respiró hondo, llenándose los pulmones con ese aroma masculino que ya le resultaba extrañamente familiar. Con movimientos lentos, comenzó a chupar, primero solo la punta, luego deslizando los labios hacia abajo mientras su lengua dibujaba círculos. 

Pudo sentir el momento exacto en que la sangre comenzó a llenarlo. La piel, antes suelta, se tensó bajo sus labios, el músculo latiendo contra su lengua a medida que crecía. Un gorgoteo bajo salió de la garganta de Rubén, sus dedos apretando involuntariamente su cabello. 

—Mierda, qué boca tenés —gruñó, levantando las caderas para empujar más adentro—. Como si hubieras nacido para esto. 

Laura cerró los ojos, concentrándose en las sensaciones: el sabor ligeramente salado, la textura de las venas bajo sus labios, el sonido de la respiración de él volviéndose más irregular. Cuando estuvo completamente erecto otra vez, Rubén le guió la cabeza con más fuerza, estableciendo un ritmo que hacía que las lágrimas asomaran en las comisuras de sus ojos. 

—No pares —jadeó él—. Quiero verte ahogarte con mi porquería otra vez. 

El pulso de Laura se aceleró, no por miedo, sino por esa mezcla de sumisión y poder que sentía al saber que podía hacerle perder el control a un hombre como él. Las gotas de sudor en su frente, el crujido de la piel de sus nudillos al apretar el sofá, cada detalle la llenaba de un extraño orgullo. 

Y mientras el reloj en la pared seguía avanzando, ignorante de la escena, Laura siguió chupando, sabiendo que esta noche, por lo menos, ella era el secreto más sucio de Rubén. 

Con un gesto firme de su mentón, Rubén señaló hacia su regazo. No hizo falta decir más. Laura entendió al instante, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de nerviosismo y determinación. Se levantó de entre sus piernas, las rodillas marcadas por el tiempo pasado sobre la alfombra, y se posicionó sobre él con movimientos deliberadamente lentos, como si cada segundo de anticipación fuera parte del juego. 

El sostén de encaje negro seguía colgando de un hombro, revelando un pecho que se balanceaba con cada respiración agitada. El otro, todavía cubierto por la tela negra, se movía al compás de su corazón acelerado. Sus nalgas, redondas y firmes, temblaban levemente mientras se acomodaba sobre las caderas de él, sintiendo la punta ardiente de su miembro presionando contra su entrada ya sensible. 

—Despacio —murmuró Rubén, sus manos agarrando sus caderas con fuerza—. Quiero sentir cada centímetro. 

Laura asintió, mordiendo su labio inferior mientras comenzaba a hundirse sobre él. La sensación de estirarse otra vez para acomodar su grosor la hizo contener el aliento. Un gemido escapó de sus labios cuando finalmente lo tuvo todo dentro, su cuerpo ajustándose perfectamente alrededor de él como un guante de seda caliente. 

—Dios… —jadeó, inclinándose hacia adelante, sus manos apoyándose en el pecho velludo de Rubén. 

Sus pechos, ahora libres por completo del sostén, colgaban pesados y tentadores, los pezones rozando el torso de él con cada movimiento leve. Rubén no pudo resistirse; levantó una mano para agarrar uno, apretando la carne suave mientras Laura comenzaba a moverse. 

Ella inició un ritmo lento pero profundo, levantándose hasta casi liberarlo por completo antes de dejarse caer otra vez, cada embestida acompañada por un sonido húmedo que llenaba la habitación. Sus nalgas chocaban contra los muslos de él con un golpe sordo, la piel enrojeciéndose con el impacto repetido. 

—Así… justo así —gruñó Rubén, sus dedos hundiéndose en la carne de sus caderas para guiarla—. Quiero que te corras en mi verga, que no puedas caminar mañana sin recordar quién te la metió. 

Laura, ya perdida en la sensación de fricción interna, solo pudo asentir. Cada vez que bajaba, sentía cómo él raspaba ese punto dentro de ella que la hacía ver estrellas. Sus músculos internos comenzaron a contraerse involuntariamente, una presión creciente que amenazaba con estallar. 

—Rubén, yo…— intentó hablar, pero las palabras se convirtieron en un gemido prolongado cuando una de sus manos bajó hasta donde sus cuerpos se unían, sus dedos encontrando el pequeño nudo sensible que necesitaba atención. 

—Sí, putita, siéntelo —rugió él, sintiendo cómo su interior se convulsionaba alrededor de él—. Pero no pares. 

Laura, ahora al borde, siguió moviéndose incluso cuando las contracciones la sacudían, incluso cuando el placer se volvió casi doloroso en su intensidad. Quería que este momento durara para siempre, que Rubén nunca olvidara cómo su cuerpo joven y ardiente se entregaba a él sin reservas. 

Y cuando finalmente él la empujó hacia abajo para clavarse hasta el fondo, cuando sintió el pulso caliente de su climax llenándola otra vez, supo que lo había logrado. 

Quedaron así, jadeando, pegados por el sudor y otras cosas más íntimas, el tiempo suspendido en el aire cargado de sexo y mate. 

Laura, exhausta pero triunfante, apoyó la frente contra la de él. 

—¿Vas a acordarte de mí? —preguntó, ya sabiendo la respuesta. 

Rubén solo sonrió, un gesto lento y satisfecho, antes de darle un pellizco final en el pezón. 

—Como si pudiera olvidar.

El sudor se enfriaba sobre la piel de Laura mientras yacía sobre el sofá, sus piernas todavía temblorosas, el cabello revuelto pegado a su cuello y frente. Rubén ya se había levantado, sus movimientos prácticos y sin prisa mientras recogía su ropa del suelo. El silencio entre ellos era pesado, cargado de todo lo dicho y lo no dicho. 

Laura lo observó mientras se abotonaba la camisa, sus dedos grandes trabajando con eficiencia cada botón. La luz del atardecer entraba por la ventana, pintando su perfil con tonos dorados que hacían resaltar las canas en sus sienes. 

—No te vistas todavía —murmuró él, sacando su teléfono del bolsillo del pantalón. 

Ella no entendió al principio, pero cuando levantó el dispositivo y apuntó hacia ella, supo lo que quería. Una parte de ella quiso protestar, cubrirse, pero otra, más profunda, se sintió halagada por el deseo de preservar ese momento. En lugar de esconderse, arqueó levemente la espalda, permitiendo que su pecho siguiera al descubierto, sus curvas aún marcadas por el roce de sus manos. 

El flash del teléfono iluminó la habitación por un instante. Rubén miró la pantalla, satisfecho, antes de guardar el dispositivo. 

—Para el recuerdo —dijo simplemente, como si no acabara de capturar un pedazo de su intimidad para siempre. 

Laura no pidió ver la foto. Sabía que no importaba si salía bien o mal; lo que contaba era el gesto en sí, la posesión implícita. 

Rubén se ajustó el cinturón con un chasquido metálico, luego buscó sus llaves en el bolsillo. Cada movimiento suyo era una confirmación de que esto terminaba aquí, hoy, sin promesas ni lamentos. 

—¿Y si quiero verte de nuevo? —preguntó Laura, sabiendo la respuesta pero necesitando escucharla de todos modos. 

Él se detuvo en la puerta, volviéndose solo lo suficiente para que ella viera su perfil. 

—No va a pasar —respondió, su voz firme pero no cruel—. Algunas cosas son mejores porque no se repiten. 

Y entonces, con un último vistazo a su cuerpo desnudo y usado, salió. La puerta se cerró con un clic suave, el sonido final de un capítulo que nunca tendría continuación. 

Laura permaneció en el sofá, escuchando los pasos de Rubén alejarse por el pasillo, luego el sonido del ascensor, luego el motor del remis arrancando en la calle. 

El departamento volvió al silencio, pero su cuerpo aún ardía con el recuerdo de sus manos, su boca, su peso sobre ella. Se tocó el vientre, imaginando que podía sentir el calor de él todavía dentro suyo. 

Afuera, la vida seguía. La gente caminaba sin saber, los autos pasaban, las luces de la ciudad se encendían una por una. Pero en ese momento, en ese pequeño rincón del mundo, Laura supo que ninguna otra cosa, ningún otro hombre, la haría sentir así otra vez. 

Y tal vez, pensó mientras finalmente se levantaba para ducharse, así era como debía ser. 


FIN 

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