Incesto: Confesiones de una sugar baby - Parte 5
Los tres días que siguieron a la promesa hecha en el departamento vacío fueron un extraño paréntesis en la vida de Nara, un intervalo de normalidad forzada que se sentía tan irreal como los actos que había cometido. Estuvo en la casa con su madre, sumergida en la rutina doméstica que de pronto le pareció de una trivialidad exasperante. Mientras su madre hablaba de las cuentas, de la vecina chusma o de qué preparar para la cena, la mente de Nara volaba hacia el departamento luminoso, hacia la textura del porcelanato frío bajo sus rodillas, hacia el sabor salado de Iván y, de manera más perturbadora, hacia el recuerdo áspero y potente de su abuelo Aníbal. Esos recuerdos, en lugar de avergonzarla, la llenaban de una energía nerviosa, de una impaciencia por traspasar el siguiente umbral. La propuesta de Iván sobre su padre ya no la horrorizaba; se había transformado en un objetivo, la siguiente misión en su particular carrera de obstáculos hacia una riqueza que sentía merecer.
Fue en medio de una de esas cenas silenciosas con su madre, mientras movía un trozo de pollo alrededor del plato, cuando tomó la decisión. Agarró su teléfono personal, no el de Iván, y con una calma que le sorprendió a ella misma, abrió la conversación con su padre. Se llamaba Esteban. Esteban y su madre se habían separado hacía más de una década, una ruptura amarga que había dejado cicatrices sordas en la familia. Aunque vivía a apenas veinte cuadras, en un pequeño departamento de soltero, las visitas eran esporádicas, ceremoniales, reducidas a cumpleaños y alguna que otra cena de compromiso. Esteban era una figura lejana, un hombre de cincuenta y tantos años que trabajaba en una oficina y cuya vida parecía transcurrir en un canal paralelo, ajeno al de su ex mujer y su hija.
«Hola, papá. ¿Cómo estás? Hace tiempo que no nos vemos. ¿Te gustaría que cenemos juntos uno de estos días? Te extraño.» Escribió, y apretó enviar antes de poder arrepentirse.
La respuesta de Esteban llegó a los pocos minutos, sorprendentemente rápida, cargada de una emoción que sonó genuina a través de la pantalla. «¡Hola, hija! ¡Yo también te extraño! Me encantaría. ¿Qué te parece el jueves? Acá en casa, puedo cocinar algo o pedimos.»
Nara sonrió, una sonrisa fría y calculadora. "Perfecto", pensó. El jueves. Tenía tiempo para prepararse.
La noche del jueves, Nara se vistió con la meticulosidad de una espía que se apresta a una misión crucial. Sabía que no podía llegar con un vestido tan explícito como el que había usado con su abuelo; la situación requería una seducción más sutil, una corrupción gradual. Se puso un jean ajustado, de esos que moldean cada curva de sus piernas jóvenes y su trasero firme, y un top de un suave color malva, de escote palabra de honor, que dejaba adivinar la redondez de sus pechos pequeños pero perfectamente formados. El tejido era tan fino que se transparentaba levemente, insinuando la forma de sus pezones sin mostrarlos del todo. No usó sostén. Completó el atuendo con zapatos con un pequeño taco y se maquilló con naturalidad, resaltando solo sus ojos claros y aplicando un gloss que hacía sus labios lucir húmedos y besables. Se miró al espejo antes de salir. No veía a la hija que iba a visitar a su padre; veía a un arma de seducción lista para ser disparada. "Que caiga en la tentación", se dijo, con una determinación que le secaba la boca.
Al llegar al edificio de Esteban, un bloque de departamentos modestos pero bien cuidados, sintió una oleada de nerviosismo diferente a todo lo que había experimentado antes. No era el miedo al acto en sí, sino la extrañeza de la situación, la distorsión total de los roles. Tocó el timbre y, tras unos segundos, la puerta se abrió. Allí estaba Esteban. Lucía un poco más envejecido que la última vez que lo había visto, con un poco más de canas en las sienes y unas leves patas de gallo alrededor de los ojos, que se arrugaron en una sonrisa amplia y sincera al verla.
—¡Nara! ¡Mi niña! —exclamó, abriendo los brazos.
—¡Hola, papá! —respondió ella, abrazándolo con fuerza, inhalando su olor, una mezcla de colonia suave y algo indefinidamente familiar que le provocó un vuelco en el estómago. Su cuerpo, sin embargo, se mantuvo tenso, alerta.
—Pasa, pasa, hija. Estás preciosa —dijo Esteban, cerrando la puerta y tomándola de los hombros para mirarla de arriba abajo, con el orgullo cariñoso de un padre.— ¿Cómo estás?
—Bien, bien… un poco cansada con los estudios —mintió ella, siguiéndolo hacia el living-comedor, un espacio pequeño pero acogedor, con muebles antiguos y estanterías llenas de libros.— Y vos, ¿cómo andás?
—Acá, llevándola, hija. La oficina es un infierno, pero bueno, es lo que hay —respondió él, y señaló la mesa, donde había dispuesto dos platos y unos cubiertos sencillos.— Pedí unas pizzas napolitanas, espero que te gusten. Y tengo un vino tinto bastante bueno.
—Perfecto —sonrió Nara, mientras su mente ya estaba en otra parte. Sus ojos escudriñaron la habitación con discreción, buscando los lugares idóneos. —Che, papá, ¿me dejás ir al baño un segundo?
—¡Claro, hija! Sabés dónde está.
Nara se dirigió al baño, pero su destino era otro. Con la cartera en la mano, sacó dos pequeñas cámaras espía, del tamaño de un botón, que Iván le había entregado con instrucciones precisas. Su corazón latía con fuerza, pero sus movimientos eran seguros. Salió del baño y, fingiendo curiosidad, se asomó al dormitorio de su padre.
—¿Me mostrás cómo te quedó el cuarto, papá? La última vez que vine ni me acordaba —dijo con voz aniñada.
Esteban, inocente y contento de tenerla allí, asintió desde la cocina. —Sí, dale, mirá. No cambió mucho.
Eso fue todo lo que necesitó. Mientras su padre destapaba el vino en la cocina, ella se deslizó en el dormitorio. Con rapidez, colocó una cámara en el marco de la ventana, entre las cortinas, con una vista perfecta de la cama. La otra la puso en una repisa alta, camuflada entre unos libros viejos. Luego, volvió al comedor y, con un movimiento casual, apoyó su teléfono personal contra una caja de música, orientando la cámara hacia la mesa. "Que no falle nada", pensó, y volvió a la cocina con una sonrisa de ángel.
—Listo, papá. Tu cuarto está igual de ordenadito que siempre —dijo, tomando asiento en la mesa.
La cena transcurrió entre conversaciones banales. Esteban le preguntaba por sus estudios, por sus amigas, por su madre. Nara respondía con evasivas y medias verdades, desviando la conversación hacia él, hacia su trabajo, hacia su vida de soltero. Bebieron vino. Un vaso, luego dos. Nara notaba cómo su padre se relajaba, cómo su mirada se posaba en ella con una ternura que empezaba a teñirse de otra cosa, quizás de la simple alegría de la compañía, o tal vez de algo más, algo que ella intentaba sembrar con cada risa un poco más alta, cada gesto un poco más languideciente.
—La verdad, Nara, me hace muy bien verte —confesó Esteban en un momento, con un dejo de melancolía.— A veces me siento muy solo acá.
—No tenés por qué estarlo, papá —dijo ella, deslizando su mano sobre la mesa para tocar la suya, un contacto que sostuvo un segundo más de lo necesario.— Sos un hombre joven, atractivo… —Su voz fue una caricia.
Esteban se rió, incómodo pero halagado. —¡Ay, hija, por favor! Ya estoy grande para esas cosas.
—No digas eso —replicó Nara, sosteniendo su mirada, permitiendo que su intención se filtrara a través de sus ojos claros.
Cuando terminaron las pizzas y el vino estaba casi acabado, un silencio cargado se instaló entre ellos. Esteban comenzó a recoger los platos.
—Bueno, ¿querrás un postre? No tengo mucho, pero puedo…
—Papá —lo interrumpió Nara, poniéndose de pie. Su corazón martilleaba contra sus costillas, pero su expresión era de una calma seductora.— Yo me ocupo del postre.
Esteban se quedó mirándola, confundido, con un plato sucio en la mano. —¿Vos? Pero, hija, si no trajiste nada…
No terminó la frase. Sus ojos se abrieron de par en par, incrédulos, cuando Nara, manteniendo la mirada fija en él, se llevó las manos a la base del top malva y, con movimientos lentos y deliberadamente sensuales, comenzó a levantárselo por encima de su torso. La tela fina se despegó de su piel, revelando primero su vientre plano, luego la suave curvatura de su cintura, y finalmente, al pasar por encima de su cabeza, sus pechos pequeños y firmes, que quedaron expuestos al aire y a la mirada atónita de su padre. Sus pezones, ya erectos por la excitación y la tensión, se destacaban duros y rosados contra la palidez de su piel. Dejó caer el top en la silla y se quedó allí, de pie, con el torso desnudo, respirando un poco más rápido de lo normal.
Esteban estaba paralizado. El plato que sostenía se le escapó de los dedos y cayó al piso con un estruendo sordo, pero ni siquiera parpadeó. Su rostro era una máscara de shock, de confusión absoluta, de una negación visceral a lo que sus ojos veían.
Nara se mordió suavemente el labio inferior, un gesto que sabía era irresistible. Sus ojos, brillantes y desafiantes, no se apartaban de los de él.
—¿No querés postre, papi? —preguntó, y su voz era un susurro ronco, cargado de una intención que ya no podía ser más clara.
La habitación se había transformado en un escenario, y el teléfono en la repisa, junto a las cámaras ocultas, grababa cada detalle, cada sombra de horror y, quizás, de un oscuro destello de deseo, en el rostro de Esteban. El último tabú esperaba a ser quebrado.
El mundo se detuvo por unos segundos que se sintieron como una eternidad. Esteban, con el rostro pálido y una expresión de incredulidad absoluta, miraba el cuerpo desnudo de su hija como si estuviera viendo una aparición. Sus ojos, tan similares a los de ella en su color claro, recorrían cada centímetro de piel expuesta, desde los hombros delicados hasta la curva de sus caderas, deteniéndose, inevitablemente, en sus pechos pequeños y firmes, con los pezones erectos y oscuros que parecían desafiar toda lógica, toda moral. En su mente, un torbellino de voces chocaba: el padre protector, el hombre herido por la soledad, el ser humano con sus instintos más básicos. Nara lo observaba, conteniendo la respiración, sintiendo el latido de su propio corazón en las sienes. No había miedo en ella, solo una excitación febril, una necesidad de cruzar esa línea final y ver qué había del otro lado. "Que lo haga", pensó, casi suplicando en silencio. "Que se rinda".
Y entonces, algo se quebró en Esteban. Fue como si un dique interior, construido durante años de conducta social y principios, cediera de golpe bajo la presión de una tentación demasiado poderosa, demasiado primitiva. Un gruñido bajo, gutural, escapó de su garganta. Ya no veía a su hija, a la niña a la que había cargado en hombros. Veía a una mujer joven, voluptuosa, que se le ofrecía con una audacia que le resultaba irresistible. En un movimiento brusco, casi violento, se puso de pie, derribando la silla con el ruido. Sus manos, que un momento antes habían sostenido un plato, se cerraron alrededor del rostro de Nara y su boca se abalanzó sobre la de ella en un beso que no tenía nada de paternal.
Era un beso hambriento, desesperado, cargado con toda la soledad y la frustración de años. Sus labios, ásperos, aplastaron los suyos, y su lengua, sabiendo a vino tinto y a una decisión irrevocable, invadió su boca con un dominio que no admitía resistencia. Nara emitió un gemido ahogado, un sonido de triunfo y de lujuria pura, y respondió al beso con una ferocidad igual. Sus manos se enredaron en su cabello, ya no con la timidez de una hija, sino con la urgencia de una amante. "Al fin", pensó, mientras su cuerpo se encendía como una yesca. "Al fin".
La ropa se convirtió en un obstáculo molesto que había que eliminar. Mientras seguían besándose, tanteándose con una urgencia animal, sus manos comenzaron a trabajar. Nara desabrochó los botones de la camisa de Esteban con dedos torpes pero decididos, deslizando las manos sobre su pecho, descubriendo un torso más delgado de lo que recordaba, pero firme, con vellosidad grisácea que le resultó excitantemente masculina. Esteban, por su parte, agarró el jean ajustado de ella y, con un solo movimiento brusco, lo bajó junto con su tanga, hasta que la prenda formó un nudo alrededor de sus tobillos. Ella logró patearla lejos, y luego ayudó a su padre a quitarse el pantalón y la ropa interior. No había ternura en sus actos, solo una necesidad cruda y compartida de sentir piel contra piel.
Cuando por fin estuvieron completamente desnudos, frente a frente en el living iluminado por una lámpara tenue, Esteban se detuvo un momento, jadeando, y miró el cuerpo de su hija como si lo estuviera memorizando. Luego, bajó la cabeza y tomó uno de sus pezones en su boca, mordisqueándolo y chupándolo con una intensidad que hizo que Nara arqueara la espalda y gritara, no de dolor, sino de un placer tan agudo que rayaba en lo doloroso. En ese instante, con la sensación de los dones de su padre en su piel, Nara lo supo con una certeza absoluta que la inundó: disfrutaba del incesto como no había disfrutado nada antes en su vida. No era solo la transgresión, era la conexión primaria, el tabú más profundo, la sensación de estar uniéndose a la misma sangre que la había creado. Era un éxtasis perverso y completo.
—Papá… —gimió, y esa palabra ya no era un título, sino un nombre para el deseo más prohibido.
Esteban la empujó entonces contra la pared más cercana, el yeso frío un contraste con el calor de sus cuerpos. Sus manos ásperas recorrieron sus caderas, sus muslos, y luego una de ellas se deslizó entre sus piernas, encontrando la humedad caliente que ya la empapaba.
—Mirá esto… —gruñó en su oído, su voz convertida en un ronquero animal.— Estás empapada, mi putita. Empapada por tu viejo.
—Así… así me ponés, papi —respondió Nara, jadeando, apoyando la frente contra la pared, entregándose por completo a la vergüenza y al placer.
Con un movimiento brusco, Esteban la penetró. No fue una unión suave, sino una toma de posesión, una embestida poderosa que llenó el espacio entre ellos con un grito ahogado de ella y un gruñido de satisfacción de él. Nara sintió que la pared temblaba con cada embestida. Sus manos se aferraron a cualquier saliente, sus uñas se clavaron en la pintura. Esteban la agarraba de las caderas, marcándola con los dedos, y la embestía con una fuerza que era la suma de años de abstinencia y de un deseo recién descubierto y monstruoso.
—¿Te gusta, hija? ¿Te gusta que tu papá te folle así? —le espetaba, mientras su cuerpo chocaba contra el de ella.
—¡Sí, papi, sí! ¡Más duro! —gritaba Nara, perdida en la sensación de ser poseída por el hombre que le había dado la vida.— ¡Sos el mejor! ¡Nadie me hace sentir así!
—Esta conchita es mía —rugió Esteban, cambiando el ángulo, profundizando aún más, haciéndola gritar de nuevo.— ¡Mía! ¿Entendés, putita? ¡De tu papá!
Nara, fuera de sí, sintió que el orgasmo se acercaba como un tren desbocado. Era una ola imparable, construida a base de transgresión y de una lujuria que no conocía límites.
—¡Voy a venir, papi! —avisó, con la voz quebrada.
—Vení, entonces —ordenó él, redoblando la fuerza de sus embestidas.— Veníte para tu papá.
El orgasmo la arrasó con una violencia que no había experimentado ni con su abuelo. Fue una explosión interna que le hizo perder la noción de todo, un espasmo prolongado que sacudió su cuerpo de pies a cabeza y que la dejó gimiendo y temblando contra la pared. Pero Esteban no se detuvo. Con un gruñido, la sacó de allí y la llevó casi a rastras hasta el sofá. La tumbó boca abajo sobre los cojines y, sin darle tiempo a recuperarse, volvió a penetrarla por detrás, agarrándola de los hombros para clavar aún más profundamente.
—No terminamos, nena —jadeó, mientras comenzaba un nuevo ritmo, más pausado pero igual de intenso.— Ahora te voy a hacer sentir de verdad.
La siguiente hora fue un torbellino de posiciones, de gruñidos, de palabras obscenas que se mezclaban con nombres de parentesco, creando un cóctel explosivo de lujuria y tabú. Nara, en un estado de éxtasis continuo, se entregó a cada una de ellas, disfrutando de la fuerza dominante de su padre, de la manera en que su cuerpo respondía al de él como si siempre hubieran estado destinados a esto. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, Esteban, con un último rugido que era de agonía y de triunfo, se derrumbó sobre ella, vaciándose en su interior con un temblor que recorrió todo su cuerpo. Nara sintió el calor expandirse dentro de sí y un segundo, más suave orgasmo, la estremeció.
Quedaron así, jadeando, entrelazados en el sofá, sus cuerpos sudorosos y marcados pegados el uno al otro. El silencio que los envolvió ya no era incómodo, sino cargado de una intimidad monumental y terrible. Sabían, sin necesidad de palabras, que lo que acababa de ocurrir había cambiado todo para siempre. La relación padre-hija había muerto, reemplazada por algo oscuro, prohibido y profundamente adictivo. Pero en ese momento, acurrucados en el sofá, abrazados como amantes, a ninguno le importaba. El sentimiento que los inundaba era uno solo, una conexión primaria y visceral que trascendía cualquier moral. Y ambos, en el fondo de sus almas corrompidas, sabían que lo volverían a repetir.
Continuara...



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