Buscando el embarazo con desconocidos - Parte 1
El departamento de Agustina olía a vainilla y desilusión. Las velas sin terminar de derretir junto al sofá eran el testimonio mudo de tantas citas fallidas, tantas promesas de amor que se esfumaron antes del postre. A sus veinticinco años, con un cuerpo que hacía voltear cabezas en cada cuadra de Buenos Aires, podría haberse conformado con ser el sueño húmedo de medio barrio. Pero no. Ella quería más.
— Basta de príncipes azules que se derriten con la primera prueba — murmuró frente al espejo del baño, sus ojos verdes brillando con determinación mientras se secaba las manos después de otro test de embarazo negativo.
El reflejo le devolvía una imagen que muchos habrían matado por poseer: cabello negro como ala de cuervo cayendo en ondas sobre sus hombos dorados por el sol, piel morena clara que no necesitaba filtros para brillar, labios tan carnosos que parecían pintados para morder. Su nariz respingada —hereda de su bisabuela italiana— le daba un aire juguetón que contrastaba con la sensualidad de sus curvas. Los años de sentadillas en el gimnasio habían convertido sus nalgas en una obra de arte que desafía la gravedad, mientras sus pechos pequeños pero perfectamente formados bailaban con cada movimiento.
Los tatuajes discretos —frases en italiano y portugués— eran como mapas secretos de su alma, solo visibles para quienes merecían verla desnuda. Y últimamente, nadie lo merecía.
— Si no encuentro al padre perfecto, seré mi propia familia — anunció al vacío, como si el universo necesitara escuchar su decisión.
El teléfono vibró sobre el mármol del lavatorio. Otra notificación de Tinder. Otra docena de mensajes de hombres que solo veían en ella un trofeo para subir a sus historias. Agustina deslizó el dedo con fastidio, pero entonces una idea comenzó a germinar en su mente, tan salvaje que hizo que sus pezones se endurecieran bajo la seda de su camisón.
— ¿Y si uso sus ganas para mi plan?
La aplicación arrojaba matches como máquina tragamonedas en racha. Cien mensajes diarios eran el estándar: fotos de abdominales marcados, invitaciones a tomar fernet en bares de moda, propuestas "discretas" de hombres casados. Agustina hojeaba los perfiles con la frialdad de una genetista seleccionando esperma premium.
— Este tiene ojos de psicópata — descartó uno con un gesto.
— Demasiado joven. Quiero un hijo con genes que duren — archivó a un veinteañero.
Tres perfiles, sin embargo, llamaron su atención lo suficiente como para guardarlos en una carpeta mental especial. No reveló sus nombres, ni sus fotos, ni las razones exactas de su elección. Esa información quedó guardada bajo llave, como los ingredientes de una poción secreta.
La preparación para la primera cita fue un ritual casi sagrado. Agustina eligió el atuendo con la precisión de una general antes de la batalla: un vestido verde esmeralda que hacía juego con sus ojos y se pegaba a sus curvas como una segunda piel, tan corto que cada paso era una invitación al pecado. Las medias de red —negras como sus intenciones— dibujaban patrones sobre sus muslos, terminando en unos tacones que alargaban sus piernas hasta lo imposible.
— Nada de ropa interior — decidió mientras se aplicaba perfume entre los senos, justo donde su aroma se mezclaría con el calor de su piel.
El espejo le devolvió la imagen de una diosa lista para la caza. Sus labios, pintados de un rojo oscuro que gritaba "mírame pero no me toques", se curvaron en una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Porque esta noche no buscaba romance. No buscaba amor.
Buscaba un bebe.
La noche olía a salitre y promesas sucias cuando Agustina pisó la arena fría de la playa abandonada. Las olas rompían con un ritmo lento y sensual, como si supieran lo que estaba por ocurrir. Sus tacones se hundían en la arena, obligándola a caminar con ese vaivén de caderas que hacía que hasta los faroles parecieran inclinarse para mirarla mejor. El vestido verde esmeralda, que bajo la luna parecía negro, se pegaba a su cuerpo cada vez que la brisa marina lo soplaba contra su piel, revelando siluetas que dejaban poco a la imaginación.
En la distancia, una figura solitaria esperaba junto a una manta tendida sobre la arena. Raúl, cuarenta y seis años, empleado de un almacén de barrio, con un traje que le quedaba grande y una botella de vino tan barato que ni siquiera tenía denominación de origen. Pero Agustina no veía la ropa desteñida ni las arrugas prematuras en su rostro. Solo veía esos ojos azules, del color del mar en invierno, y recordaba el mensaje que le había hecho mojarse al instante: "Te llenaría la conchita de leche, putita".
— Hola, perdón por el lugar... es lo que pude — Raúl se levantó torpemente, pasándose una mano por el pelo grasoso mientras extendía la otra para saludarla.
Agustina no tomó su mano. En cambio, se dejó caer sobre la manta con la gracia de una gata, dejando que el vestido se subiera lo suficiente como para mostrar el borde de sus medias de red.
— El lugar está perfecto — dijo, mirando las sombras alargadas que los faroles proyectaban sobre la arena. No había un alma cerca. Solo el mar y la noche como testigos.
Raúl tragó saliva, sus ojos azules recorriendo cada curva visible y las que intuía bajo la tela. Con manos temblorosas, descorchó la botella de vino y llenó dos vasos de plástico hasta el borde.
— Brindemos — propuso, alzando su vaso con una sonrisa que delataba dientes amarillentos.
Agustina tomó el suyo, pero no brindó. En cambio, lo olió con desdén antes de mojar apenas sus labios. El vino era ácido, barato, pero cumpliría su propósito.
— ¿Siempre llevas a tus citas aquí? — preguntó, dejando que su voz sonara más inocente de lo que era.
— Nunca tuve una como vos — admitió Raúl, su mirada fija en el escote que se movía con cada respiración.
La charla fluyó como el vino en los vasos de plástico. Raúl habló de su trabajo, de su departamento minúsculo, de su vida gris que de repente se teñía de verde esmeralda. Agustina asentía, sonreía, jugueteaba con el borde de su vaso mientras sus pies descalzos se enterraban en la arena. Cada gesto suyo era calculado: la forma en que se mordía el labio inferior cuando él hablaba, el modo en que se acomodaba el pelo para exponer su cuello, el suspiro que dejaba escapar cuando sus rodillas se rozaban accidentalmente.
— Hace frío — mintió Agustina, frotándose los brazos para hacer que sus pechos se movieran bajo la tela.
Raúl no necesitó más invitación. Se quitó la chaqueta y se la colocó sobre los hombros, sus dedos rozando su piel por un instante demasiado largo. Agustina pudo oler su colonia barata mezclada con sudor y cigarrillos, un aroma que en otra vida le habría dado asco, pero que ahora solo avivaba el fuego en su vientre.
— Gracias — susurró, mirándolo desde bajo sus pestañas.
El silencio se instaló entre ellos, solo roto por el sonido de las olas y la respiración cada vez más agitada de Raúl. Agustina sabía que este hombre no estaba acostumbrado a mujeres como ella, que probablemente nunca en su vida había tenido a alguien tan hermoso sentado tan cerca. Y eso era precisamente lo que necesitaba: un hombre desesperado, agradecido, que no hiciera preguntas.
Bajó el vaso de plástico y lo dejó sobre la arena. Luego, con un movimiento lento, se pasó la lengua por los labios, asegurándose de que sus ojos verdes no perdieran detalle de la erección que ya deformaba el pantalón de Raúl.
— Dime una cosa — comenzó, su voz un susurro cargado de malicia —. ¿Era mentira lo del mensaje?
Raúl parpadeó, confundido.
— ¿Qué mensaje?
Agustina se inclinó hacia adelante, dejando que el escote de su vestido hiciera el resto del trabajo.
— Ese donde decías que me llenarías la conchita de leche — susurró, cada palabra una caricia sucia.
Raúl palideció, luego enrojeció, luego palideció de nuevo. Sus manos sudorosas se aferraron a las rodillas como si el mundo entero se estuviera inclinando.
— Yo... yo no pensé que...
Agustina no lo dejó terminar. Con un movimiento fluido, se subió a su regazo, sintiendo cómo su erección palpitaba contra su sexo a través de las telas.
— No me hagas esperar más — ordenó, y esta vez no había inocencia en su voz, solo hambre.
La arena fría se convirtió en un lecho de pasión bajo el peso de sus cuerpos. Agustina no esperó a que Raúl reaccionara - sus manos ya trabajaban con precisión quirúrgica, desabrochando el cinturón gastado mientras sus labios sellaban los del hombre en un beso que sabía a vino barato y mentas rebajadas. El contraste era casi poético: sus uñas perfectamente manicuradas deslizándose sobre la panza blanda de ese obrero que olía a humedad y esfuerzo, sus dedos regordetes temblando al tocar por primera vez un cuerpo esculpido por el gimnasio y la genética privilegiada.
— Así no, papi — susurró contra su boca cuando sus torpes manos intentaron bajarle las medias —. Déjame a mí...
Se incorporó con la gracia de una bailarina, parándose frente a él bajo la luz plateada de la luna. Cada movimiento fue una ceremonia calculada: primero los tacones, que dejó caer sobre la manta con dos golpes sordos. Luego las medias, deslizándolas por sus muslos con lentitud obscena, revelando la piel dorada que había estado oculta. Raúl jadeó cuando vio que no llevaba nada debajo, su boca abriéndose como un pez fuera del agua.
— Mirá nomás... — Agustina giró sobre sí misma, arqueando la espalda para que sus nalgas perfectamente redondas se tensaran ante sus ojos —. ¿Te gusta lo que ves, viejo?
El hombre asintió frenéticamente, sus manos sudorosas aplastando la arena a sus costados como si necesitara anclarse a la realidad. Agustina sonrió - ese poder que sentía al reducir a un hombre a su instinto más básico era casi tan excitante como su plan. Casi.
Volvió a su regazo, esta vez sintiendo la carne viva de su erección a través del boxer de algodón desgastado. Con dedos expertos, lo liberó de su prisión de tela, conteniendo una mueca al ver su tamaño mediocre. No importaba. Solo necesitaba su semilla, no su habilidad.
— Ay, qué grandecito... — mintió dulcemente, envolviéndolo en su puño con un movimiento que hizo que los ojos de Raúl se voltearan —. Justo como me gustan.
Su mano comenzó a bombear con ritmo variable, alternando entre caricias suaves que lo hacían gemir y apretones firmes que lo hacían arquearse. Con la otra mano, se llevó los dedos a su propia boca, mojándolos generosamente antes de deslizarlos entre sus piernas.
— Mirá cómo me pongo por vos... — jadeó, mostrándole sus dedos brillantes antes de llevárselos nuevamente a su sexo.
Raúl parecía hipnotizado, sus ojos azules saltando entre su mano que trabajaba en él y los dedos que se hundían en su propia humedad. Agustina aprovechó su distracción para sacar un condón de su bolsillo oculto - uno que había preparado con unas tijeritas discretas en el envoltorio.
— Ponételo, papi... — lo tentó, deslizando el preservativo por su pecho —. Quiero sentirte adentro.
Mientras Raúl luchaba con el envoltorio con dedos temblorosos, Agustina se acomodó sobre sus rodillas, abriendo sus muslos en exhibición obscena. Sus propios dedos no dejaban de moverse, dibujando círculos alrededor de su clítoris que dejaban ver lo excitada que estaba - aunque no por él, sino por el juego, por el poder, por la vida que podría estar creciendo dentro suyo en unas horas.
— Dios, qué puta que sos... — Raúl gruñó al fin, embistiendo hacia adelante para tomar sus caderas con manos ásperas de trabajo manual.
Agustina lo detuvo con una mano en el pecho.
— Despacito... — canturreó, bajándose sobre él centímetro a centímetro —. Quiero sentir cada... un movimiento descendente que los hacía a ambos gemir — ...milímetro... otro descenso, más profundo — ...de tu verga.
Cuando al fin estuvo sentada completamente en su regazo, llena de él, se detuvo a saborear el momento. Los ojos de Raúl estaban desorbitados, sus labios temblorosos, sus manos agarrando sus caderas como si fuera un salvavidas. Ella, en cambio, sonreía con la calma de una pantera que tiene a su presa justo donde la quiere.
— Ahora movete, puta — él jadeó, intentando empujar hacia arriba.
Agustina clavó sus uñas en su pecho velludo.
— Yo mando aquí — declaró, comenzando un vaivén lento que hacía que cada músculo de su abdomen se marcara —. Vos solo sacudite cuando te lo diga.
Y así comenzó la danza, con Agustina controlando cada ángulo, cada profundidad, cada gemido que le arrancaba a ese hombre que ya estaba perdido en ella. La luna fue testigo de cómo usaba su cuerpo como instrumento, cómo ajustaba los movimientos para maximizar sus chances, cómo sus propios gritos fingidos de placer se mezclaban con los auténticos de Raúl.
El aire salado de la playa se llenó del sonido de piel contra piel, de jadeos entrecortados, de palabras sucias que Agustina susurraba al oído de su amante temporal. Cada empuje, cada retorcimiento, cada gota de sudor que corría por su espalda era parte del plan.
— Sí, así papi... tan grande... — mentía, sintiendo cómo se hinchaba dentro de ella, cómo su respiración se volvía más irregular.
Sabía que no faltaba mucho. El momento crucial se acercaba, y ella estaba lista. Su cuerpo estaba listo. Su plan estaba a punto de alcanzar su primera etapa. Agustina cabalgaba a Raúl con la precisión de una experta, cada movimiento de sus caderas calculado para maximizar las posibilidades de concepción. Sus uñas, pintadas de un rojo oscuro como sangre fresca, se clavaban en el pecho velludo del hombre, marcando territorios que jamás volvería a reclamar.
Raúl, cuyo rostro al principio mostraba la incredulidad de un hombre que no podía creer su suerte, ahora se transformaba. Sus manos, al principio tímidas y torpes, se volvieron más osadas, agarrando las nalgas firmes de Agustina con una fuerza que la sorprendió.
— Así no, papi... más fuerte — Agustina gimió, arqueando la espalda para ofrecerle sus pechos pequeños pero perfectos a la boca ansiosa del hombre.
Raúl no necesitó más invitación. Con un gruñido que salió desde lo más profundo de su ser, se sentó abruptamente, envolviendo a Agustina en un abrazo que la levantó ligeramente del suelo antes de volver a clavarla en su miembro.
— ¡Sí, así! — gritó Agustina, sintiendo por primera vez esa noche un verdadero placer que la hizo olvidar por un momento su propósito original.
El cambio en Raúl era palpable. El hombre gris y tímido se había transformado en una bestia sexual, descubriendo demasiado tarde en su vida que el deseo no distinguía entre diosas y mortales. Sus manos exploraban cada centímetro del cuerpo de Agustina con una confianza recién descubierta, sus labios mordisqueaban su cuello, sus caderas empujaban hacia arriba con una energía que no parecía corresponder a sus cuarenta y seis años.
Agustina, por su parte, se dejó llevar por la ola de placer que crecía dentro de ella. Su plan seguía en pie, pero ahora había un componente nuevo: su propio éxtasis. Sus músculos abdominales se tensaban con cada embestida, sus pezones endurecidos rozaban contra el torso sudoroso de Raúl, y su sexo, ya adaptado al tamaño del hombre, comenzaba a palpitar con la promesa de un orgasmo inminente.
— Voy a... voy a... — Raúl jadeó, sus ojos azules desenfocados por el placer.
— Espera, papi, no todavía — Agustina ordenó, deslizándose fuera de él con una fluidez que le arrancó un gemido de protesta.
No era el momento aún. Necesitaba llegar primero. Necesitaba que su cuerpo estuviera en las condiciones óptimas para recibir su semilla. Se volteó de espaldas, empujando a Raúl sobre la manta antes de montarlo nuevamente, esta vez en la posición que más le gustaba.
— Mirá cómo te como toda la verga — susurró, balanceándose sobre él mientras una mano jugueteaba con su clítoris.
Raúl estaba extasiado. Sus manos agarraban las nalgas de Agustina, sus dedos se hundían en esa carne firme mientras la veía mecerse sobre él, su pelo negro ondeando como una bandera oscura contra el cielo estrellado.
— Sos... sos una diosa — alcanzó a decir entre jadeos.
Agustina sonrió, no por el halago, sino porque sentía el orgasmo acercándose como un tren en la noche. Su respiración se hizo más rápida, sus músculos se tensaron, y entonces...
— ¡Ahora, papi, ahora! — gritó, sintiendo las olas de placer estallar dentro de ella.
Raúl, que había estado al borde del abismo, no pudo contenerse más. Con un rugido que compitió con el sonido de las olas, descargó dentro de ella, sus caderas empujando hacia arriba en espasmos incontrolables mientras Agustina seguía moviéndose, asegurándose de que cada gota de su esencia quedara exactamente donde debía estar.
Los minutos siguientes fueron un torbelino de jadeos y músculos relajándose. Agustina se quedó sobre él más tiempo del necesario, calculando mentalmente los días de su ciclo, las probabilidades, las posibilidades. Cuando finalmente se deslizó fuera de su cuerpo, tuvo que morderse el labio para no sonreír triunfalmente al sentir cómo su semilla comenzaba su viaje.
Raúl, exhausto pero radiante, intentó abrazarla.
— Nunca... nunca sentí algo así — confesó, sus ojos mostrando una ternura que hizo que Agustina se sintiera ligeramente incómoda.
Ella se apartó con suavidad, comenzando a vestirse con movimientos precisos. El vestido verde volvió a cubrir su cuerpo, las medias de red se deslizaron por sus piernas, los tacones clickearon cuando los calzó. Raúl la miraba, confundido, mientras se vestía apresuradamente.
— Nos vamos a volver a ver, ¿no? — preguntó, su voz cargada de esperanza.
Agustina, que ya estaba recogiendo sus cosas, se detuvo por un instante. Lo miró directamente a esos ojos azules que habían sido el motivo por el que lo eligió, y negó con la cabeza.
— No.
La palabra cayó como una losa. Raúl parpadeó, como si no pudiera procesarla.
— Pero... pero esto fue...
— Fue lo que fue — Agustina cortó, ajustándose el escote —. Una noche. Nada más.
Antes de que Raúl pudiera protestar, ella ya se alejaba por la playa, sus tacones dejando marcas efímeras en la arena que la marea pronto borraría. No miró atrás. No necesitaba hacerlo. Había conseguido lo que quería.
Continuara...


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