Buscando el embarazo con desconocidos - Parte Final.
Agustina contuvo el aliento mientras Markus se vestía con calma, como si lo que acababa de ocurrir fuera lo más natural del mundo. No había celos en su actitud, ni posesividad, solo una aceptación casual de que el juego continuaba con otro jugador.
Klaus avanzó hacia la cama, sus ojos recorriendo el cuerpo desnudo de Agustina con una intensidad que hacía que su piel se erizara. Era más alto que Markus, más ancho de hombros, con una barba canosa que le daba un aire de viejo lobo de mar.
— No te hagás la tímida ahora — murmuró Klaus, dejando caer la botella y el vaso sobre la mesita de noche —. Te vi mirándome toda la noche.
Agustina no respondió. En lugar de eso, se limitó a abrir las piernas con una sonrisa lenta, provocativa, mientras sus ojos verdes sostenían la mirada de esos ojos azules que tanto le habían hecho recordar.
Klaus no necesitó más invitación.
La puerta se cerró con un golpe seco detrás de Markus, dejando a Agustina sola con Klaus, cuyos ojos azules ahora brillaban con una luz que no era solo alcohol, sino algo más primitivo, más animal. El aire en la habitación había cambiado, volviéndose más denso, más cargado de una energía que Agustina no había anticipado. Klaus no se acercó como lo había hecho Markus, con esa mezcla de dominio y sofisticación. No, su avance fue más lento, más calculador, como un depredador que sabía exactamente lo que quería.
— No te movés — ordenó Klaus, su voz gruesa por el whisky, mientras se desabrochaba el cinturón con movimientos torpes pero determinados.
Agustina se quedó quieta, observándolo, sintiendo cómo el ambiente se volvía más opresivo con cada segundo que pasaba. Había estado en situaciones de sumisión antes, pero esto era diferente. No había juego aquí, no había esa complicidad tácita que había tenido con Markus. Klaus no buscaba darle placer. Buscaba tomar algo.
— Diste un buen espectáculo ahí abajo — murmuró Klaus, dejando caer el pantalón al suelo. No llevaba ropa interior, y su erección, gruesa y curvada hacia arriba, ya estaba lista. — Esas nalgas moviéndose... ese vestido pegado al culo... hacías que todos nos imagináramos esto.
Agustina no respondió. Sus ojos verdes, siempre tan expresivos, ahora estaban fijos en Klaus, tratando de leer sus intenciones. Cuando el hombre se acercó a la cama y la agarró por la cintura, volteándola bruscamente para ponerla en cuatro patas, un escalofrío le recorrió la espalda.
— Klaus, esperá— comenzó a decir, pero una mano grande le tapó la boca mientras la otra le separaba las nalgas con rudeza.
— Callate y quedate quieta — gruñó, su aliento cargado de alcohol caliente en su oído.
Agustina sintió el pánico por primera vez esa noche cuando notó hacia dónde se dirigía la atención de Klaus. No era su sexo lo que él buscaba. Era algo más íntimo, más prohibido.
— No, ahí no— protestó, tratando de liberarse, pero Klaus ya estaba empujando, la punta de su miembro buscando entrada en un lugar que no estaba preparado.
El dolor fue instantáneo, agudo, como un cuchillo que la partía en dos. Agustina gritó contra la mano que todavía le tapaba la boca, sus uñas clavándose en las sábanas, sus músculos tensándose en un intento instintivo de protegerse. Pero Klaus no se detuvo. Con un empujón brutal, se hundió hasta la mitad, haciendo que las lágrimas brotaran de los ojos de Agustina.
— Así me gusta — jadeó Klaus, sus caderas ya moviéndose en embestidas cortas y brutales —. Apretadita como debe ser.
Agustina cerró los ojos, tratando de separarse mentalmente de lo que estaba sucediendo. El dolor era abrumador al principio, pero luego, de alguna manera perversa, comenzó a transformarse. No en placer, no exactamente, sino en una especie de entumecimiento resignado, como si su cuerpo hubiera decidido que la única forma de sobrevivir a esto era ceder por completo.
Klaus no era delicado. No buscaba su disfrute, ni siquiera fingía preocuparse por su comodidad. Sus manos, grandes y ásperas, la sujetaban por las caderas, marcándola con moretones mientras la usaba para su propio placer. Cada empuje la sacudía hacia adelante, haciendo que su cuerpo rebotara en el colchón, sus pechos pequeños moviéndose con el ritmo violento que Klaus había establecido.
— Mierda, sí... así... — gruñía Klaus, su respiración entrecortada, sus palabras arrastradas por el alcohol y la excitación.
Agustina no sabía cuánto tiempo pasó así. Podrían haber sido minutos, podrían haber sido horas. El tiempo se había vuelto elástico, distorsionado por el dolor y la extraña aceptación que había seguido. Cuando Klaus finalmente se tensó, clavándose hasta el fondo con un gemido gutural, Agustina apenas sintió el calor que dejó dentro de ella. No había orgasmo para ella en esto, solo el alivio de que terminara.
Klaus se retiró bruscamente, sin una palabra, sin un gesto. Simplemente se ajustó el pantalón, tomó la botella de whisky que había dejado en la mesa de noche y salió de la habitación, dejando la puerta abierta detrás de él.
Agustina se quedó donde estaba, temblando, las lágrimas secas pegadas a sus mejillas, el dolor todavía presente pero ya disminuyendo. No tuvo tiempo de recuperarse. No tuvo tiempo de procesar lo que acababa de suceder.
Porque cuando abrió los ojos, vio que en la puerta no había uno, sino dos hombres más, sus siluetas recortadas contra la luz del pasillo. Esperaban. Y en sus ojos, en la forma en que la miraban, Agustina supo que su noche estaba lejos de terminar.
El alba comenzaba a filtrarse por las cortinas cuando Agustina logró arrastrarse fuera de la cama, sus piernas temblorosas, su cuerpo marcado por moretones y recuerdos que no podría borrar tan fácilmente. La habitación, que horas antes había sido un escenario de placer controlado con Markus, se había convertido en algo más oscuro, más visceral. Las sábanas estaban arrugadas y manchadas, el aire espeso con el olor a sexo sudoroso y whisky derramado.
No había podido contar cuántos hombres habían pasado por esa habitación. Algunos habían sido brutales como Klaus, tomando lo que querían sin pedir permiso. Otros habían sido más lentos, casi tiernos en su forma de poseerla, como si creyeran que un poco de falsa dulzura podía disimular lo que realmente estaban haciendo. Uno, un tipo más joven con manos de pianista, la había hecho llegar al orgasmo con dedos hábiles antes de enterrarse en ella con una intensidad que casi la hizo olvidar el dolor anterior. Otro, un hombre mayor con el pecho cubierto de vello blanco, la había tenido sentada sobre él mientras le susurraba cosas en alemán que ella no entendía pero que sonaban a alabanzas sucias.
Algunos habían repetido. Volvían después de un trago más, después de ver cómo otros la usaban, como si el espectáculo de su degradación los excitara aún más. Agustina había perdido la noción del tiempo, del espacio, de sí misma. En algún momento, había dejado de ser una persona y se había convertido en un objeto, un juguete que pasaba de mano en mano, de boca en boca, de cama en cama.
El último en usarla había sido Markus.
Había regresado cuando ya casi amanecía, encontrándola exhausta pero todavía despierta, tirada en la cama como un trapo mojado. No dijo nada. Solo la miró con esos ojos azules que ahora parecían más fríos que nunca antes de darle vuelta y tomarla por detrás una última vez. Esta vez no había dominación sofisticada, no había juegos de poder. Fue rápido, eficiente, como si estuviera reclamando lo que era suyo antes de que la fiesta terminara por completo.
Cuando terminó, se vistió en silencio y salió sin mirar atrás.
El taxi esperaba afuera, su motor en ralentí sonando como un zumbido lejano en los oídos de Agustina. Caminar hasta allí había sido un desafío. Cada paso le recordaba las manos que la habían tocado, las bocas que la habían mordido, los cuerpos que la habían usado. El conductor, un hombre mayor con ojos cansados, ni siquiera levantó la vista cuando ella se deslizó en el asiento trasero. Tal vez estaba acostumbrado a recoger a mujeres en este estado a esta hora de la mañana. Tal vez simplemente no le importaba.
— ¿A dónde, señorita? — preguntó con una voz ronca por el cigarrillo.
Agustina murmuró la dirección de su departamento antes de dejar caer la cabeza contra el vidrio frío de la ventana. La ciudad pasaba rápidamente, borrosa por sus lágrimas no derramadas.
"El que juega con fuego se puede quemar", pensó, recordando la advertencia que su madre le había dado años atrás, cuando era apenas una adolescente descubriendo su poder sobre los hombres.
Pero ella no se había quemado.
No exactamente.
Había buscado esto. Había orquestado cada movimiento, cada encuentro, cada posibilidad. Había sabido lo que podría pasar cuando aceptó la invitación a esa fiesta, cuando vio la manera en que esos hombres la miraban, cuando dejó que Markus la llevara arriba sin protestar.
Su mano, pálida contra el negro de su vestido arrugado, se deslizó lentamente hacia su vientre. Allí, bajo la piel, en algún lugar profundo dentro de ella, estaba su verdadero objetivo. No había sido sobre placer. No había sido sobre dominio o sumisión. Había sido sobre vida.
Tres noches. hombres diferentes. múltiples posibilidades.
El taxi giró en una esquina, la luz del amanecer golpeando su rostro como un reproche. Agustina cerró los ojos, imaginando las células multiplicándose, dividiéndose, creciendo.
No importaba cuántos la hubieran tocado esa noche. Solo importaba uno.
El que había ganado.
UNOS MESES DESPUES: El sol de la mañana se filtraba por las cortinas de seda del dormitorio principal, pintando rayas doradas sobre la cuna de roble tallado donde yacía el primer fruto de la noche más larga de Agustina. Lucas, de ocho meses, agitaba sus pequeños puños regordetes hacia la silueta de su madre, sus ojos azules —tan intensos como los de un mar nórdico— brillando con esa inocencia que solo los bebés poseen. Agustina lo levantó con manos expertas, apoyando su cabecita contra su hombro mientras caminaba hacia el ventanal que daba al jardín privado de su penthouse.
— Mamá te quiere, mi cielo — murmuró contra el suave cabello rubio oscuro del niño, inhalando ese aroma a talco y pureza que siempre lo envolvía.
No importaba cuál de aquellos hombres de la fiesta fuera el padre. No importaban los moretones que habían dejado en su piel, los momentos de dolor mezclado con placer, las voces borrachas que le habían susurrado obscenidades al oído. Todo eso se había desvanecido el primer día que sostuvo a Lucas en sus brazos, cuando esos ojos azules la miraron por primera vez y supo que había ganado.
El espejo del vestidor reflejaba una imagen que habría sorprendido a quienes conocieron a la Agustina de antes: la misma belleza feroz, pero ahora con curvas más maternales, el cabello negro recogido en un desordenado moño, manchas de leche en la blusa de seda que costaba más que el salario mensual de la mayoría. En la muñeca, junto al reloj de oro, el brazalete de identificación de la clínica de fertilidad donde había congelado sus óvulos años atrás "por si acaso".
— ¿Verdes o marrones para el próximo? — preguntó en voz alta al bebé, que respondió con un balbuceo incomprensible mientras agarraba un mechón de su pelo.
La idea ya había comenzado a crecer en su mente, más insidiosa que cualquier deseo sexual. Ocho. Ocho hijos. Ocho pequeñas vidas que llevarían sus genes, su inteligencia, su belleza. Ocho pares de ojos de distintos colores que la mirarían con amor incondicional mientras ella tejía una red de influencia familiar que ninguna multinacional podría igualar.
El timbre de la puerta principal la sacó de sus pensamientos. La niñera, una mujer portuguesa de mediana edad con manos fuertes y expresión seria, esperaba para llevarse a Lucas a su paseo matutino. Agustina entregó al bebé con una sonrisa que no llegaba a sus ojos verdes —los mismos que esperaba ver en su próximo hijo—.
— De vuelta para la hora de la siesta, Maria — ordenó suavemente antes de cerrar la puerta.
El apartamento quedó en silencio, permitiéndole a Agustina caminar descalza hacia su estudio, donde ocho marcos de plata alineados en un estante especial esperaban ser llenados. Siete vacíos. Solo el primero contenía una foto de Lucas recién nacido, envuelto en una manta de cachemira azul.
Su teléfono vibró sobre el escritorio de mármol. Una notificación de Tinder. Otro match. Otro posible candidato. Esta vez un profesor de literatura con ojos verdes esmeralda y una sonrisa que prometía versos sucios susurrados al oído. Agustina deslizó el dedo para aceptar el match con una precisión quirúrgica, sus uñas perfectamente manicuradas haciendo un pequeño clic contra la pantalla.
— Verdes — decidió, como si estuviera eligiendo el color de un nuevo coche en lugar del padre de su próximo hijo.
El mensaje del profesor apareció casi de inmediato: "¿Te gustaría tomar un café y hablar de Neruda?"
Agustina sonrió, no por el mensaje en sí, sino por la facilidad con que estos hombres caían. Como si no supieran que para ella, cada cita era una posible concepción, cada encuentro sexual una oportunidad de expandir su imperio personal.
Se recostó en el sillón de cuero blanco, dejando que el sol de mediodía calentara su piel mientras imaginaba los próximos años. Siete embarazos más. Siete partos. Siete niños que llevarían su apellido, su sangre, su legado. El dinero de la familia garantizaría que nunca faltara nada, que cada uno tuviera la mejor educación, los mejores contactos, las mejores oportunidades.
Y entre maternidad y maternidad, habría espacio para más fiestas como aquella. Más hombres que la usarían como un pedazo de carne, sin sospechar que en realidad eran ellos los instrumentos. Más noches de dolor y placer mezclados hasta volverse indistinguibles.
El timbre del ascensor privado sonó, anunciando el regreso de Maria con Lucas. Agustina se levantó, estirándose como una gata satisfecha antes de ir a recibir a su hijo. En el umbral del estudio, se detuvo un momento para mirar los siete marcos vacíos que esperaban ser llenados.
— Pronto — prometió en voz baja, pasando un dedo sobre el borde plateado del siguiente marco.
Luego salió al encuentro de su primogénito, cuyo llanto hambriento llenaba ahora el apartamento. La vida perfecta de Agustina, cuidadosamente construida entre citas a ciegas y noches de pasión calculada, continuaba.
FIN.



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