Buscando el embarazo con desconocidos - Parte 2

 


El sol de la mañana filtrándose por las persianas encontró a Agustina desnuda frente al espejo de cuerpo completo, sus dedos trazando círculos hipnóticos sobre su vientre plano mientras murmuraba cálculos de días fértiles. El test de ovulación positivo yacía sobre el lavatorio como un trofeo, confirmando lo que su cuerpo ya sabía: estaba en el momento perfecto. Los espejos empañados del baño todavía guardaban las huellas de la ducha caliente donde se había lavado el rastro salado de Raúl, pero su mente ya estaba en el próximo candidato.  


— Gane el esperma más fuerte — susurró al espejo, sus ojos verdes brillando con una mezcla de determinación y excitación.  


El segundo hombre de su lista particular esperaba esa misma noche. Un arquitecto de sesenta años llamado Ernesto, cuyo perfil en la app mostraba fotografías de un hombre canoso pero distinguido, con ojos azules tan claros que parecían transparentes y una sonrisa que delataba dientes blancos y caros. Casado, según su perfil. Dominante, según sus gustos declarados. Pero lo que realmente había sellado su elección fueron las fotos familiares que encontró en sus redes sociales: seis hijos confirmados, todos con esos mismos ojos azules que parecían ser un sello de fertilidad familiar.  


Agustina pasó la lengua por sus labios mientras recorría las fotos en su teléfono. Ernesto posando con su esposa en algún resort caribeño. Ernesto abrazando a sus hijos adultos en graduaciones. Ernesto con el torso descubierto en un barco, mostrando un cuerpo que, para sus sesenta años, mantenía una forma admirable.  


— Este sí sabe sembrar — murmuró, guardando el teléfono para comenzar los preparativos.  


La elección del atuendo fue meticulosa. Donde con Raúl había optado por el verde esmeralda y la provocación descarada, para Ernesto eligió un conjunto más refinado: un vestido negro ceñido hasta la rodilla, de escote discreto pero con una espalda completamente abierta que terminaba justo por encima del comienzo de sus nalgas. Medias de seda negras sin costura, sostenidas por un liguero de encaje que sabría que estaría oculto bajo la tela impecable. Tacones de aguja, pero más bajos que los de la noche anterior, más elegantes.  


— Quiero que me desnude, no que me desgarre — explicó a su reflejo mientras se aplicaba un perfume caro detrás de las orejas, en la base del cuello y, con especial atención, entre los senos.  


El departamento de Ernesto quedaba en un edificio antiguo pero lujoso del barrio de Recoleta. Agustina llegó exactamente a la hora acordada, sus tacones resonando sobre el mármol del lobby como pequeños martillos anunciando su llegada. El ascensor, uno de esos antiguos con puertas de reja, la llevó al último piso mientras su pulso aceleraba levemente. No era nervios lo que sentía. Era anticipación.  


El timbre sonó como un campanazo en el silencio del pasillo. La puerta se abrió antes de que el eco se disipara.  


Ernesto estaba mejor que en sus fotos. Más alto, con los hombros más anchos, esos ojos azules más penetrantes bajo las cejas canosas. Vestía un smoking abierto sobre una camisa blanca sin corbata, como si acabara de llegar de una cena formal o estuviera por ir a una.  


No hubo saludos. Ni sonrisas. Ni palabras de bienvenida.  


Una mano grande se cerró alrededor de su cuello con suficiente fuerza para hacerla contener la respiración, pero no para asfixiarla. Ernesto la empujó contra la pared del recibidor, su cuerpo aplastando el vestido negro contra ella mientras su aliento, que olía a whisky caro y mentas, le acariciaba el rostro.  


— Hoy serás mi juguete sexual — declaró, su voz grave como el sonido de un cello en una habitación vacía.  


Agustina sintió cómo la humedad brotaba entre sus piernas al instante. No era solo el tono dominante, ni la fuerza con que la sujetaba. Era la seguridad, esa cualidad que tan raramente encontraba en los hombres, independientemente de su edad o estatus. Ernesto no preguntaba. No dudaba. Tomaba.  


— Sí — fue todo lo que alcanzó a responder antes de que sus labios fueran tomados en un beso que sabía a dominio y lujuria refinada.  


El vestido negro, tan cuidadosamente elegido, sería arruinado antes del amanecer. Y a Agustina no le importaba en lo más mínimo.  


La mano que seguía enroscada alrededor de su cuello no apretaba, pero su peso era una promesa: aquí mandaba él.  


— Quítate el vestido — ordenó Ernesto al separarse, sus ojos azules escarbando en los de ella como si buscara resistencia.  


Agustina, que había fingido sumisión con Raúl, descubrió que con Ernesto no necesitaba fingir. Sus dedos temblaron genuinamente al buscar el cierre del vestido, no por miedo sino por esa excitación eléctrica que solo un verdadero dominante sabe provocar. La tela negra se deslizó por su cuerpo como agua oscura, revelando el liguero de encaje, las medias de seda y, sobre todo, la ausencia total de ropa interior.  


Ernesto no sonrió. No hizo comentarios. Simplemente tomó su mentón entre el pulgar y el índice, forzándola a mirar hacia abajo donde su erección deformaba el pantalón del smoking.  


— Esto es lo que provocas — dijo, como si le presentara un hecho arquitectónico —. Ahora arrodíllate.  


El piso de madera noble era frío bajo sus rodillas. Agustina alzó las manos para desabrocharle el pantalón, pero una palmada seca en el dorso de sus manos la detuvo.  


— Con los dientes, puta.  


El desafío hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. Agustina inclinó la cabeza, atrapando el botón superior entre sus incisivos con cuidado de no rozar la carne que latía debajo. El aroma a limpio y testosterona le llenó las fosas nasales cuando por fin liberó la presa, dejando que el pantalón cayera a los pies de Ernesto. El boxer de seda negra apenas contenía su erección, una sombra húmeda ya visible en la tela.  


— Bien hecho — concedió él, pasando los dedos por su cabello como si acariciara un animal bien entrenado antes de empujarle la cabeza hacia adelante —. Ahora huele lo que te espera.  


Agustina cerró los ojos, inhalando profundamente. El musk masculino, especiado y salado, le hizo palpitar el sexo. Cuando su lengua salió a humedecer los labios, rozó por accidente la tela húmeda.  


— ¡Ah, ansiosa! — Ernesto le tiró del pelo para separarla —. Primero el tour.  


La mano en su cabello se convirtió en guía mientras la llevaba de pie y la empujaba a través del departamento. Cada habitación era una obra maestra de diseño: muebles modernos que dialogaban con arte abstracto, ventanales que mostraban Buenos Aires como un mapa de luces, y en cada esquina, el aroma a poder masculino que ahora se mezclaba con el perfume de Agustina.  


— Mi estudio — indicó al pasar por un cuarto con planos extendidos y maquetas —. Donde diseño los sueños de otros. 


— Mi sala — un espacio minimalista con un piano de cola —. Donde toco Chopin cuando no puedo dormir. 


— Mi dormitorio — las palabras resonaron cuando cruzaron el umbral hacia una suite dominada por una cama king size con sábanas negras —. Donde rompo a las que se creen invencibles.  


Agustina sintió cómo el juego cambiaba. Donde Raúl había sido un instrumento, Ernesto era un adversario. Donde el primero había sido maleable, este era inflexible. Y cuando la empujó boca abajo sobre la cama, su cuerpo respondió con una sumisión que no sabía que podía entregar.  


— Quedate quieta — ordenó mientras sus manos, grandes y surcadas de venas prominentes, recorrían su espalda desnuda hasta llegar a las nalgas —. Voy a examinar mi nueva propiedad.  


El primer azote cayó sin previo aviso. La mano de Ernesto, ancha y fuerte, conectó con la carne más gorda de su trasero con un sonido crujiente que hizo gritar a Agustina más por sorpresa que por dolor.  


— Uno — contó él, mientras la palma de su mano dejaba una marca roja que pronto se desvanecería —. Por ser una puta sucia.  


El segundo azote llegó mientras Agustina todavía procesaba el primero.  


— Dos — su voz era calmada, como si estuviera revisando una lista de materiales —. Por pensar que podrías dominarme.  


Para el tercero, Agustina ya había encontrado el ritmo, arqueando la espalda para presentar mejor su blanco. El dolor era agudo, brillante, pero detrás venía un calor que se extendía entre sus piernas.  


— Tres — Ernesto pasó la mano por la piel caliente antes de separarle las nalgas con pulgares firmes —. Por esa conchita que gotea cuando debería estar avergonzada.  


El aire frío del cuarto al contacto con sus partes más íntimas hizo que Agustina gimiera. Ernesto no se apresuró. Sus dedos exploraron cada pliegue, cada entrada, como un cartógrafo documentando terreno virgen. Cuando encontró su clítoris hinchado, lo pellizcó con precisión quirúrgica.  


— ¿Querés que te folle, nena? — preguntó, su voz baja junto a su oreja mientras un dedo largo y grueso se deslizaba dentro de ella sin esfuerzo.  


Agustina, con la cara hundida en las sábanas negras, asintió frenéticamente.  


— No te escuché.  


— Sí, sí por favor! — suplicó, sintiendo cómo el dedo se retorcía dentro de ella.  


Ernesto retiró la mano bruscamente, dándole la vuelta para que quedara boca arriba. Su miembro, grueso y veinoso, se alzaba imponente entre sus piernas. Agustina extendió las manos, pero otra vez fue detenida.  


— Mirá nomás — ordenó, agarrando su base con una mano mientras con la otra le abría las piernas —. Mirá lo que te vas a perder.  


Y entonces, con una sonrisa que por primera vez mostraba verdadero placer, Ernesto comenzó a masturbarse sobre su cuerpo.  


El tiempo pareció detenerse cuando Ernesto dejó de masturbarse y agarró a Agustina por los muslos, arrastrándola hacia el borde de la cama con brusquedad calculada. Sus ojos azules, ahora oscurecidos por la lujuria, no dejaban lugar a dudas: el juego de dominación había terminado. Lo que seguía sería pura consumación.  


— No te mereces esto — susurró mientras le levantaba las piernas sobre sus hombros, exponiéndola completamente —. Pero hoy soy generoso.  


Agustina sintió la cabeza de su miembro rozar su entrada, grande y palpitante, prometiendo un estiramiento que haría que el de Raúl pareciera un juguete para principiantes. Su respiración se aceleró, las manos aferrándose a las sábanas negras mientras anticipaba la penetración. Pero Ernesto, siendo quien era, no se la daría tan fácil.  


— Dilo — ordenó, presionando apenas para que sintiera el peso de lo que podría ser —. Dile a mi verga cuánto la querés.  


— La quiero... la necesito... — jadeó Agustina, arqueando las caderas en un intento inútil por clavársela.  


Ernesto respondió con una palmada en el muslo interno que dejó una marca roja en forma de mano.  


— ¡Decilo bien!  


— Quiero tu verga adentro, papi! — gritó, sintiendo cómo la humedad se le escurría por el ano en su excitación —. ¡Por favor, rompeme!  


La sonrisa de satisfacción de Ernesto fue lo último que vio antes de que él empujara hacia adelante en un movimiento brutal, partiéndola en dos con una sola embestida. Agustina gritó, no de dolor sino de shock, sus uñas clavándose en sus propios muslos mientras su cuerpo se adaptaba a un tamaño que nunca antes había sentido.  


— Dios... tan... grande... — logró balbucear, sintiendo cada pulgada que se hundía más profundo.  


Ernesto no se movió, permitiéndole sentir el placer-pain de estar tan llena que casi no podía respirar. Sus manos, grandes como palas, agarraban sus caderas con suficiente fuerza para dejar moretones mientras él murmuraba observaciones sórdidas:  


— Mirá cómo te abro, puta... sucia.  


Cuando finalmente comenzó a moverse, fue con la cadencia de un reloj suizo: preciso, metódico, sin apresuramientos. Cada empuje sacaba gemidos guturales de Agustina, cuyo cuerpo respondía con contracciones involuntarias que solo lo excitaban más.  


— ¿Sabés por qué te elegí? — preguntó Ernesto mientras cambiaba el ángulo, golpeando ahora un punto que hacía que los ojos de Agustina se voltearan —. Porque olías a desesperación... a necesidad...  


Agustina no podía responder. El placer la había reducido a un animal que solo sabía empujar sus caderas al encuentro de cada embestida, sus pechos pequeños saltando con cada movimiento.  


— ¡Respondé cuando te hablo! — otra palmada, esta vez en el clítoris, haciéndola gritar.  


— ¡Sí! ¡Sí, soy una desesperada! — admitió, las lágrimas corriendo por sus sienes —. ¡Necesito tu leche, papi!  


Ernesto gruñó satisfecho, acelerando el ritmo hasta que el marco de la cama comenzó a golpear la pared en un compás obsceno. Una mano se enredó en su cabello, tirando hacia atrás para exponer su garganta mientras la otra bajó a jugar con su clítoris, redondo e hinchado como un pequeño corazón.  


— Vas a venirte cuando yo te lo diga — ordenó, sus dedos aplicando una presión que rayaba en lo doloroso —. Y después vas a tomar toda mi leche en tu concha como la buena vaquita que sos.  


Agustina sintió el orgasmo acercarse como un tren descarrilado, inevitable y aterrador en su intensidad. Sus músculos abdominales se tensaron hasta doler, sus piernas comenzaron a temblar, y entonces...  


— ¡Ahora! — rugió Ernesto, clavándose hasta el fondo.  


El mundo estalló en blanco. Agustina gritó como nunca antes, su cuerpo convulsionando en espasmos que parecían interminables mientras Ernesto seguía moviéndose, prolongando su éxtasis hasta rayar en lo tortuoso.  


— ¡Dámelo todo! — suplicó, sintiendo cómo él se hinchaba aún más dentro de ella.  


El climax de Ernesto fue tan controlado como todo lo demás. Un gruñido bajo, una embestida final, y entonces el calor que llenaba a Agustina en pulsaciones poderosas. Se quedó quieta, sabiendo instintivamente que moverse antes de que él lo permitiera sería un error.  


Cuando finalmente se separaron, el silencio solo fue roto por su respiración entrecortada. Ernesto se limpió con una tolla que sacó del cajón de la mesita de noche antes de arrojársela a ella.  


— El baño está al final del pasillo — dijo, como si ya estuviera mentalmente en otra parte —. No uses mi ducha.  


Agustina, todavía temblando, asintió mientras recogía su vestido del suelo. Sabía que no habría segunda ronda. No había abrazos post-coito, ni promesas vacías. Había conseguido exactamente lo que quería, en los términos de él.  


Mientras se vestía con movimientos lentos, sintió el líquido cálido de Ernesto escurriéndole por los muslos. Una sonrisa pequeña, secreta, se dibujó en sus labios.  



CONTINUARÁ...  

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