Buscando el embarazo con desconocidos - Parte 3

 


El sol de la tarde se filtraba entre las persianas del departamento de Agustina, dibujando líneas doradas sobre su vientre desnudo mientras yacía en la cama. Sus dedos trazaban círculos hipnóticos sobre la piel todavía sensible, comparando mentalmente las dos noches anteriores. Raúl, el obrero tímido que se había transformado en una bestia ansiosa bajo sus manos. Ernesto, el arquitecto dominante que la había reducido a un juguete sumiso. Dos experiencias radicalmente diferentes, un mismo objetivo cumplido.  


— Quién lo habrá hecho mejor — murmuró para sí, imaginando los espermatozoides de cada uno compitiendo en una carrera microscópica hacia su ovulo.  


El gimnasio fue su siguiente parada. Mientras las pesas caían con sonidos metálicos y las máquinas gemían bajo el esfuerzo de los cuerpos sudorosos, Agustina entrenó con una intensidad inusual. Cada sentalla profundizaba el dolor placentero que Ernesto había dejado en sus nalgas, cada abdominal hacía recordar cómo se había sentido tan llena de él. Las miradas de los hombres en el gimnasio, siempre presentes, hoy le resbalaban como agua sobre piedra. Ninguno de ellos sabía que llevaba dentro los rastros de dos amantes, que su vientre plano podría estar gestando una vida en ese mismo instante.  


La ducha post-entreno fue rápida, casi quirúrgica. Pero justo cuando salía del vestuario, su teléfono vibró con un mensaje que hizo que sus pupilas se dilataran levemente:  


— ¿Vas a venir esta noche?  


La sonrisa de Agustina fue lenta, calculadora. El tercer candidato. El último de su trío reproductivo.  


— Claro que sí — respondió con dedos que apenas temblaban, imaginando esos ojos azules que habían sido su perdición desde la adolescencia.


El departamento de Agustina se convirtió en un laboratorio de seducción mientras se preparaba para la fiesta. La elección del atuendo requirió más deliberación que las veces anteriores. No buscaba provocar como con Raúl, ni someterse como con Ernesto. Esta noche necesitaba algo distinto, algo que despertara nostalgia y deseo en igual medida.  


El vestido que eligió era azul cobalto, corto pero no obsceno, con mangas largas translúcidas que dejaban ver los delicados tatuajes de frases en italiano en sus brazos. El escote en V era lo suficientemente profundo como para mostrar el nacimiento de sus pechos pequeños pero perfectamente formados, pero no tanto como para parecer vulgar. Las medias eran negras, de red fina, sostenidas por un liguero de encaje que sabía que solo descubrirían cuando ella quisiera. Los tacones, negros también, tenían un brillo discreto que captaría la luz de la fiesta con cada paso.  


— Perfecto — susurró al espejo, aplicando un delineado de ojos que hacía resaltar el verde esmeralda de sus pupilas.  


El tercer hombre en su lista era especial. No solo por esos ojos azules que le recordaban al primer amor de su vida —el mejor amigo de su padre, un alemán alto y serio que la había enseñado lo que era el deseo a los dieciséis años— sino porque esta cita sería diferente. No un encuentro a solas, sino una fiesta privada en una casa de estilo alemán en el barrio de Belgrano. Una celebración de cumpleaños doble: su cita y otro hombre cumpliendo cincuenta años.  


El taxi la dejó frente a una casona antigua con jardín, donde ya se escuchaba la música y las risas. Agustina respiró hondo, sintiendo el perfume que se había aplicado en los puntos estratégicos: detrás de las orejas, en las muñecas, entre los senos. Un aroma a flores blancas con un toque de vainilla, diseñado para evocar pureza con un trasfondo dulcemente perverso.  


La puerta se abrió antes de que tocara el timbre. Y allí estaba él: Markus, cincuenta años , con el pelo rubio oscuro entrecano corto al ras y esos ojos azules que parecían sacados de un cuento de hadas nórdico. Vestía un traje oscuro sin corbata, la camisa blanca desabotonada lo suficiente como para mostrar un vello pectoral rubio.  


— Agustina — dijo su nombre con ese acento que todavía conservaba, a pesar de haber vivido en Argentina treinta años —. Pensé que no vendrías.  


Ella sonrió, permitiéndole tomar su mano y llevársela a los labios para un beso que rozó la línea entre lo cortés y lo sensual.  


— No me perdería esto por nada — respondió, dejando que sus ojos verdes sostuvieran la mirada de esos ojos azules que la habían obsesionado desde la adolescencia.  


La música, la comida, las luces bajas... todo era perfecto. Pero Agustina solo tenía ojos para Markus, y para la manera en que esos ojos azules la miraban como si ya supieran por qué estaba realmente allí.


La casa de estilo alemán vibraba con el ritmo de música electrónica mezclada con clásicos de los 80, una combinación que llenaba cada rincón del amplio salón donde se desarrollaba la fiesta. Las luces bajas y las velas parpadeantes creaban un ambiente íntimo, aunque la treintena de invitados -en su mayoría hombres de mediana edad con rasgos nórdicos y mujeres elegantes pero discretas- daban al lugar una energía bulliciosa. Agustina, con su vestido azul cobalto que parecía hecho para captar cada destello de luz, era sin duda el centro de atención no declarado.  


Markus la guió hacia la pista de baile con una mano en la espalda baja, apenas por encima de donde terminaba el vestido y comenzaban sus nalgas perfectamente esculpidas. El contacto era ligero pero posesivo, como si ya la estuviera reclamando frente a los otros invitados.  


— No sabía que bailabas tan bien — le susurró al oído cuando un tema de Depeche Mode llenó el aire.  


Agustina respondió con un movimiento de caderas que hizo que el vestido se pegara a su cuerpo, revelando cada curva como un segundo idioma.  


— Hay muchas cosas que no sabés de mí — contestó, girando para quedar de espaldas a él, sus nalgas rozando la entrepierna de Markus con una precisión que no podía ser accidental.  


El alemán no desperdició la invitación. Sus manos grandes se cerraron alrededor de sus caderas, siguiendo el ritmo mientras ella se movía contra él. Agustina podía sentirlo crecer a través del traje, duro e insistente, pero lo que más la excitaba eran las miradas que atraían. Porque Markus no era el único que la observaba con hambre.  


A su izquierda, un hombre alto con el pelo plateado y una cicatriz en la barbilla no disimulaba su interés, sus ojos azul acero recorriendo cada centímetro de su cuerpo como si ya la estuviera desnudando mentalmente. A la derecha, el otro cumpleañero -un tal Klaus según le había dicho Markus- bebía whisky mientras sus pupilas se dilataban cada vez que Agustina arqueaba la espalda, mostrando el escote que caía peligrosamente hacia adelante con cada movimiento.  


— Parece que le gustás a mis amigos — comentó Markus, sus labios rozando la piel sensible detrás de su oreja mientras sus manos subían por su torso, deteniéndose justo debajo de los pechos.  


Agustina dejó escapar un gemido calculado, lo suficientemente alto para que los más cercanos lo escucharan.  


— Solo me interesa lo que pienses vos — mintió, sabiendo perfectamente que cada hombre en esa habitación era un testigo potencial de su deseo.  


La canción cambió a un ritmo más lento, sensual. Markus no se separó. Al contrario, la atrajo más cerca, hasta que podía sentir cada respiración suya en su nuca. Una de sus manos se deslizó hacia adelante, el pulgar rozando el borde de su escote con una audacia que hizo que el corazón de Agustina acelerara.  


— Me gusta cómo te movés — susurró, sus dedos explorando el contorno de su pecho izquierdo sin llegar a tocarlo directamente —. Como si ya supieras lo que va a pasar.  


Agustina giró la cabeza para mirarlo, sus labios a centímetros de los de él.  


— ¿Y qué va a pasar?  


La respuesta llegó en forma de un pellizco suave en su pezón a través de la tela, tan rápido que nadie más pudo notarlo, pero suficiente para hacer que un escalofrío le recorriera la columna.  


— Vas a bailar un rato más, mostrándoles a todos lo que no pueden tener — dijo Markus con una sonrisa que mostraba dientes perfectos —. Y luego te voy a llevar arriba y te voy a hacer acordar por qué los hombres alemanes tenemos cierta reputación.  


Agustina sintió cómo la humedad se acumulaba entre sus piernas. No era solo la amenaza, ni siquiera la promesa de sexo. Era el juego, la exhibición, el saber que cada hombre en esa habitación la deseaba mientras solo uno tendría el privilegio de tomarla.  


Giró de nuevo, esta vez frotándose más descaradamente contra la erección de Markus, sus nalgas aplastando lo que prometía ser un tamaño considerable. Al hacerlo, captó la mirada de Klaus, el otro cumpleañero, que se ajustaba el pantalón sin disimulo mientras un rubor subía por su cuello.  


— Tu amigo parece tener calor — comentó con malicia, sabiendo que Markus lo miraría.  


— Klaus siempre fue un calentón — respondió Markus, apretándola más fuerte contra sí —. Pero esta noche solo vos vas a saber lo que es calentarse de verdad.  


La música, el baile, las miradas... todo se fundía en un cóctel de excitación que Agustina saboreaba con cada fibra de su ser. Porque esta noche no solo estaba cazando un padre potencial. Estaba reescribiendo un capítulo de su adolescencia, con un final que solo ella controlaría. 


La música se había convertido en un latido sordo que resonaba en las paredes de la casa, mezclándose con el zumbido de voces y risas que subían desde el primer piso. Agustina seguía a Markus por la escalera de madera, sus tacones hundiéndose levemente en el grueso alfombrado rojo con cada paso. La mano del alemán, caliente y firme, no soltaba la suya, como si temiera que pudiera cambiar de opinión en cualquier momento. Pero Agustina no tenía intención de huir. Cada paso que daba la acercaba más a su objetivo final, a esa tercera y última semilla que sellaría su plan.  


El pasillo del segundo piso era estrecho, iluminado por lámparas de cristal que proyectaban patrones de luz y sombra sobre las paredes empapeladas. Agustina podía sentir las miradas de algunos invitados que los habían visto subir, sus ojos como dedos invisibles que le recorrían la espalda desnuda bajo el vestido azul. Markus no parecía importarle. Avanzó con determinación hacia una puerta al final del corredor, la abrió con un movimiento brusco y la hizo pasar antes de cerrarla con un golpe seco que resonó como un disparo en el silencio repentino.  


La habitación era amplia, dominada por una cama de dos plazas con sábanas de lino blanco inmaculado. Un escritorio de roble ocupaba un rincón, lleno de papeles y planos arquitectónicos, mientras que en el otro había un armario antiguo con espejos biselados que reflejaban su imagen desde ángulos distintos. Agustina se vio multiplicada en esos espejos: su pelo negro desordenado por el baile, sus ojos verdes brillando con una mezcla de excitación y cálculo, su vestido azul que ahora le parecía demasiado ajustado, demasiado revelador.  


— No me gusta esperar — dijo Markus, acercándose por detrás hasta que su aliento le rozó la nuca.  


Sus manos se posaron en sus hombros, los dedos hundiéndose en su piel con una presión que prometía moretones. Agustina contuvo un gemido cuando esos mismos dedos comenzaron a deslizarse por sus brazos, siguiendo el contorno de sus tatuajes hasta llegar a sus muñecas.  


— A mí tampoco — respondió, girándose para enfrentarlo.  


Markus no le dio tiempo a decir más. Su boca se cerró sobre la de ella con una ferocidad que la tomó por sorpresa. No era un beso, era una toma de posesión. Sus labios sabían a whisky y algo más profundo, más oscuro, como si hubiera estado esperando este momento durante años. Agustina respondió con igual intensidad, sus uñas clavándose en los brazos del alemán a través de la fina tela de su camisa.  


— Quiero verte — ordenó Markus al separarse, su voz ronca por el deseo.  


Agustina no necesitó más instrucciones. Con movimientos lentos, deliberados, se quitó el vestido, dejando que cayera al suelo como una cascada de tela azul. Las medias de red y el liguero de encaje negro contrastaban con su piel morena clara, creando una imagen que hizo que los ojos azules de Markus se oscurecieran como el mar antes de una tormenta.  


— Hermosa — murmuró, más para sí mismo que para ella.  


Sus manos no tardaron en seguir el camino que sus ojos habían trazado. Tocó cada centímetro de su cuerpo con una reverencia que contrastaba con la brusquedad de su beso, como si estuviera memorizando su forma. Cuando llegó a sus nalgas, se detuvo, apretando la carne firme con ambas manos antes de darle una palmada que resonó en la habitación.  


— Esto es mío ahora — declaró, su voz cargada de una posesividad que hizo que Agustina se estremeciera.  


Ella no respondió. En lugar de eso, se arrodilló frente a él, sus manos ocupándose del cinturón y el pantalón con una destreza que había perfeccionado en las noches anteriores. Cuando por fin liberó su erección, no pudo evitar sorprenderse. Markus era grande, más que Raúl y Ernesto, su miembro grueso y venoso que palpitaba bajo su mirada.  


— No te detengas — ordenó Markus, enredando los dedos en su cabello.  


Agustina obedeció, llevándose la punta a la boca y saboreando el líquido salado que ya asomaba. Sus labios se cerraron alrededor de él, bajando centímetro a centímetro hasta que sintió el golpe suave en la parte posterior de su garganta. Markus gruñó, sus caderas empujando hacia adelante en un movimiento instintivo mientras Agustina comenzaba a moverse, su lengua trazando círculos alrededor del glande con cada subida.  


— Mierda — maldijo Markus, sus músculos tensándose bajo el esfuerzo de no perder el control tan pronto.  


Agustina lo miró desde abajo, sus ojos verdes brillando con malicia mientras aumentaba el ritmo, sabiendo que lo estaba llevando al borde. Pero justo cuando sentía que Markus estaba a punto de estallar, se detuvo, dejando escapar un sonido húmedo al liberarlo de su boca.  


— No tan rápido — susurró, pasando la lengua por sus labios.  


Markus no pareció apreciar el juego. Con un movimiento brusco, la levantó y la arrojó sobre la cama, siguiéndola inmediatamente. Su cuerpo, grande y musculoso, cubrió el de ella, sus manos inmovilizando sus muñecas sobre la almohada mientras sus piernas se abrían para acomodarlo entre ellas.  


— Esta noche no mandás vos — advirtió, sus ojos azules brillando con una luz peligrosa.  


Agustina no tuvo tiempo de responder. Markus entró en ella de un solo empujón, llenándola hasta el fondo con una intensidad que la hizo gritar. El dolor se mezcló con el placer en una ola que la sacudió desde los dedos de los pies hasta el cuero cabelludo.  


— Así... así... — jadeó, sus uñas clavándose en sus brazos.  


Markus no necesitó más aliento. Comenzó a moverse con un ritmo implacable, cada embestida calculada para alcanzar lo más profundo de ella. Sus manos soltaron sus muñecas para agarrar sus caderas, levantándola ligeramente para cambiar el ángulo. El nuevo posición hizo que Agustina viera estrellas, una sensación eléctrica que se propagaba desde su clítoris hasta la punta de los dedos.  


— ¿Ves esto? — Markus le agarró la barbilla, forzándola a mirar hacia el espejo del armario donde sus reflejos se multiplicaban —. Mirá cómo te como.  


Agustina obedeció, hipnotizada por la imagen de sus cuerpos entrelazados, su piel morena contra la palidez de Markus, sus nalgas rojas por las palmadas que aún ardían. Era obsceno. Era perfecto.  


— Más fuerte — suplicó, arqueando la espalda para recibirlo mejor.  


Markus cumplió, sus caderas chocando contra las suyas con una fuerza que hacía que la cama golpeara contra la pared. Los gemidos de Agustina se mezclaban con sus gruñidos, creando una sinfonía de placer que llenaba la habitación.  


Fuera, en el pasillo, Agustina juró escuchar pasos deteniéndose frente a la puerta, alguien que escuchaba el espectáculo que estaban dando. La idea de ser observada, aunque fuera indirectamente, añadió una capa más de excitación a su experiencia.  


— Voy a... voy a... — comenzó a decir, sintiendo el orgasmo acercarse como un tren en la noche.  


— Esperá — Markus la volteó bruscamente, poniéndola a cuatro patas antes de volver a entrar en ella por detrás —. Así quiero que vengas.  


Agustina no pudo resistirse. El nuevo ángulo, la sensación de estar completamente dominada, la imagen de Markus sobre ella en el espejo... todo fue demasiado. Con un grito ahogado, llegó al clímax, su cuerpo convulsionando en espasmos que hicieron que Markus perdiera el poco control que le quedaba.  


— Adentro — jadeó Agustina, sabiendo que era su última oportunidad —. Quiero sentirte.  


Markus no necesitó que se lo dijeran dos veces. Con un rugido que parecía salir de lo más profundo de su ser, se hundió hasta el fondo y explotó, su semilla caliente llenándola en pulsaciones poderosas que parecían no terminar nunca.  


Agustina cayó sobre el colchón, exhausta pero satisfecha, sintiendo cómo Markus se desplomaba a su lado, su respiración tan agitada como la suya.  


— Eso fue... — comenzó a decir Markus, pero las palabras parecieron fallarle.  


Agustina no respondió. En lugar de eso, pasó una mano por su vientre, imaginando las tres semillas que ahora llevaba dentro, cada una de un hombre diferente, cada una con sus propias fortalezas y debilidades.  


— Perfecto — terminó por decir, cerrando los ojos con una sonrisa.  


La habitación estaba envuelta en un silencio cálido, solo roto por el sonido de su respiración que poco a poco volvía a la normalidad. Agustina yacía de espaldas, las sábanas arrugadas bajo su cuerpo sudoroso, los muslos todavía temblorosos por el intenso encuentro. Markus estaba recostado a su lado, un brazo detrás de la cabeza, los ojos fijos en el techo como si estuviera contemplando algo más allá de la moldura de yeso. El aire olía a sexo y a colonia cara, una mezcla que se había vuelto familiar en las últimas horas.  


— Entonces, ¿de qué trabajás? — preguntó Markus de pronto, girando la cabeza para mirarla con curiosidad.  


Agustina soltó una risa suave, casi burlona, mientras estiraba los brazos por encima de la cabeza, haciendo que sus pechos pequeños se tensaran bajo la luz tenue de la lámpara de noche.  


— De nada — respondió con un encogimiento de hombros —. Mi familia tiene una multinacional. Recibo dividendos cada año sin tener que levantar un dedo.  


Markus levantó una ceja, sorprendido. Se incorporó sobre un codo y la miró con nuevos ojos, como si de repente estuviera viendo algo que antes no había notado.  


— Una niña rica — murmuró, más para sí mismo que para ella, antes de reírse con una mezcla de incredulidad y diversión —. Y aquí estás, revolcándote con un arquitecto cincuentón en una fiesta de alemanes.  


Agustina sonrió, disfrutando de su desconcierto.  


— El dinero no lo es todo, ¿sabes? — dijo, pasando un dedo por el torso sudoroso del hombre —. A veces, lo que más se anhela no se puede comprar.  


La conversación fluyó con una naturalidad que a Agustina le resultó extrañamente reconfortante. Hablaron de viajes, de vinos, de ciudades europeas que ambos conocían bien. Markus le contó sobre sus proyectos arquitectónicos, sobre la casa que había diseñado en las afueras de Berlín, sobre su pasión por las líneas limpias y los espacios abiertos. Agustina, por su parte, habló de sus años en Suiza, de las temporadas de esquí en los Alpes, de su colección privada de arte contemporáneo. Era una charla mundana, casi banal, pero que servía para llenar el espacio entre el sexo y lo que viniera después.  


Hasta que la puerta se abrió.  


Sin previo aviso, sin un golpe de advertencia, el marco se llenó con la silueta de Klaus, el otro cumpleañero, el hombre que había estado observándola con ojos hambrientos toda la noche. Llevaba una botella de whisky en una mano y un vaso en la otra, como si hubiera estado bebiendo mientras esperaba su turno.  


— ¿No vas a compartir a tu puta? — preguntó con una sonrisa torcida, sus ojos azules, más claros que los de Markus, brillando con una mezcla de alcohol y lujuria.  


El alemán no pareció ofenderse por la intrusión. Al contrario, se rió, un sonido profundo y gutural que resonó en la habitación.  


— No es mi puta — dijo, levantándose de la cama con una agilidad sorprendente para un hombre de su edad —. Pero sí es muy puta, te va a gustar amigo.  



Continuara... 

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