Incesto: Confesiones de una sugar baby - Parte 1
El sol de la tarde comenzaba a inclinarse, tiñendo de naranja y rosa el living de la casa pequeña pero acogedora donde Nara vivía con su madre. El silencio solo era roto por el leve zumbido del refrigerador y el lejano rumor de la ciudad más allá de la ventana. La joven, hundida en el sofá, scrollaba absorta en su nuevo celular, el último modelo que Iván le había regalado la semana pasada. Su concentración se quebró de repente con una vibración sutil y un tono de notificación personalizado, un suave carillón de piano que solo sonaba para una persona.
Un escalofrío de anticipación le recorrió la espalda. Dejó el teléfono a un lado y se inclinó para tomar el otro, el que usaba solo para él, el que tenía una funda de lujo color borgoña. La pantalla se iluminó mostrando un nombre: "Daddy Iván". Una sonrisa inmediata, amplia y genuina, se dibujó en sus labios. Su corazón aceleró el ritmo. Un mensaje de Iván siempre era sinónimo de algo bueno. Abrió la aplicación de mensajería y leyó las palabras simples y directas: «Te espero en una hora en la plaza de siempre.»
"Perfecto", pensó, sintiendo esa familiar burbuja de euforia creciendo en su pecho. "Justo a tiempo. Las compras de la semana pasada ya casi liquidan mi asignación y ese vestido que vi ayer en el shopping... ni hablar de las botas". Sabía, con la certeza que dan los meses de este arreglo, que un encuentro con Iván, un favor concedido, se traduciría invariablemente en una generosa inyección de dinero en su cuenta bancaria. El intercambio era claro, y a ella le encantaba su parte del trato.
Se levantó con agilidad felina y se dirigió al baño con paso decidido. La promesa de una recompensa sustanciosa era el mejor estimulante. Mientras el agua caliente comenzaba a llenar la bañera de vapor, se despojó de la ropa holgada que llevaba puesta para estar en casa. Frente al espejo empañado, su reflejo se le apareció como una aparición etérea. A sus 18 años, Nara poseía esa belleza delicada y armoniosa que parece esculpida por manos cuidadosas. Su cabello, largo, liso y de un castaño profundo que casi roza el ébano en ciertas luces, caía como una cascada sedosa sobre sus hombros delgados y su espalda. Su rostro era un óvalo perfecto de facciones finas: labios suaves y naturalmente rosados, una nariz pequeña y recta, y cejas delgadas que enmarcaban unos ojos claros y brillantes, de un color avellana tan límpido que a veces parecían transparentes. Esos ojos, que sabía ensanchar con una expresión de candor e inocencia, eran su herramienta más preciada, capaces de transmitir una pureza que desarmaba por completo.
Su cuerpo, esbelto y grácil, era la quintaesencia de la juventud. No tenía las curvas exuberantes de una mujer madura, sino las sutiles y tentadoras promesas de una chica que acaba de cruzar el umbral de la adultez. Sus piernas eran largas y bien formadas, su cintura estrecha invitaba a ser rodeada por unas manos, y sus pechos pequeños y firmes se erguían con una arrogante timidez. Se observó un instante, satisfecha. Sabía exactamente qué aspecto de ella enloquecía a Iván.
El baño fue rápido pero meticuloso. Se enjabonó con un gel de aroma dulce a vainilla y frutos rojos, se afeitó las piernas con precisión, y se secó con una toalla suave, frotándose la piel hasta dejarla ligeramente sonrosada. Regresó a su habitación y, sin dudar, abrió el guardarropas que en su mayoría era un monumento al gusto de Iván. Sabía qué prendas le volvían loco, cuáles activaban su generosidad. Eligió con destreza la combinación perfecta: una falda corta de cuadros escoceses en blanco y negro, cuyo vuelo juguetón le llegaba a medio muslo, y un top negro ajustado, de tirantes finos, que dejaba al descubierto un tramo generoso de su vientre plano y su cintura. La tela del top era tan ceñida que moldeaba sus pechos pequeños sin necesidad de sostén, un detalle que Iván siempre notaba y aprobaba con una mirada oscura. Completó el atuendo con unas medias calzas de red fina y zapatos de cuero negro con una plataforma discreta. Su apariencia era fresca, juvenil, deliberadamente ingenua pero con ese toque de descaro que sabía que él interpretaba como una invitación.
Un último vistazo al espero, un rápido toque de brillo labial sabor a cereza, y estaba lista. Tomó una pequeña cartera de mano, metió el teléfono y sus llaves, y salió de la casa con un "¡Vuelvo más tarde, mamá!" lanzado al aire.
La caminata hasta la plaza era corta, apenas dos cuadras. La brisa de la tarde jugueteaba con su falda, y ella sentía las miradas de los transeúntes, algunas de admiración, otras de reproche sordo. A ella le daba igual. Su destino era único. La plaza era un pequeño pulmón verde en el barrio, con bancos de madera desgastada y una fuente en el centro que rara vez funcionaba. Y allí, estacionado junto a la verja de hierro forjado, como un enorme y elegante felino negro durmiendo a la sombra de los plátanos, estaba el auto de Iván: un Mercedes-Benz Clase C sedán, de un negro azabache tan profundo que parecía absorber la luz a su alrededor. Los neumáticos relucientes y la parrilla cromada destellaban con discreción, anunciando un estatus que el barrio de Nara no veía often.
Se acercó, y la ventana del conductor se deslizó hacia abajo con un zumbido suave. Allí estaba él. Iván Cabrera. Un hombre de 49 años cuyo físico contrastaba brutalmente con el de la joven que se aproximaba. Era gordito, con una corpulencia que hablaba de buenos negocios y mejores cenas. Su rostro era ancho, con la piel un poco congestionada, y su cabello, aunque cuidadosamente recortado, retrocedía en su frente en una batalla perdida. Sus ojos, pequeños y vivaces, detrás de unas gafas de diseño, la recorrieron de arriba abajo con una intensidad que era casi física.
—Hola, princesa —dijo su voz, un tanto grave, áspera por el tabaco, pero cargada de una calidez que solo usaba con ella.
—Hola, daddy —respondió Nara, con una dulzura estudiada, inclinándose un poco hacia la ventana para que él pudiera apreciar el escote sugerido por el top.
—Subí, que te estás enfriando —indicó él, y el clic de las puertas desbloqueándose sonó como un susurro de lujo.
Nara abrió la puerta y se deslizó en el asiento del acompañante. El interior del coche olía a cuero nuevo, a limpieza profunda y al tenue aroma del perfume caro que Iván siempre usaba. Era un mundo aparte, una burbuja de opulence que la envolvía cada vez.
—¿Cómo estás, mi niña linda? —preguntó él, mientras alargaba una mano para acariciar su cabello con una familiaridad posesiva. Sus dedos, gruesos y con un anillo de oro, se hundieron en la melena castaña, jugueteando con las hebras.
—Bien, daddy. Aburrida… hasta que llegó tu mensaje —dijo ella, dejando que su voz sonara aniñada y alegre. "Que la caricia no arruine el peinado, por favor. Me costó trabajo alisarlo".
—Me alegro de ser yo el que te saque del aburrimiento —respondió Iván, retirando la mano para colocar ambas en el volante.— Hoy te ves particularmente hermosa. Esa falda… te queda divina.
—¡Gracias! La usé porque sé que te gusta —confesó, bajando la mirada con una falsa timidez que sabía que él adoraba.
—Sí, me gusta. Me gustas vos —afirmó él, arrancando el motor, que rugió con una potencia contenida y sofisticada.— Vamos a un lugar más tranquilo. Tengo un negocio que ofrecerte, algo que te va a interesar.
La mención de la palabra "negocio" hizo que los ojos de Nara brillaran con avidez inmediata. "¿Un nuevo negocio? ¡Sí! ¡Por favor!". Se ajustó en el asiento, girándose hacia él con expresión de curiosidad expectante.
—¿De verdad? ¿Qué es? —preguntó, unable to hide the excitement in her voice.
Iván sonrió, un gesto que le arrugaba los ojos y le estiraba los labios. Manejaba con soltura, sus manos grandes y bien cuidadas envueltas alrededor del volante de cuero.
—Paciencia, princesa. Cuando lleguemos hablamos. Es algo bueno, te lo prometo. Muy bueno para vos.
Eso fue todo lo que ella necesitó oír. Se recostó en el asiento, sintiendo el suave embrague del cuero contra su piel desnuda en la espalda. Miró por la ventana mientras el Mercedes se deslizaba por las calles, alejándose del barrio familiar y adentrándose en zonas con más árboles, calles más anchas, hacia el apartamento de Iván, ese lugar que era sinónimo de regalos, de dinero fresco en su cuenta y de una transacción que a ella, en el fondo, le parecía irrisoriamente fácil. Amaba el dinero, la seguridad que compraba, la envidia que generaba en sus amigas, la libertad falsa pero dulce que le proporcionaba. Y amaba la forma en que Iván se lo daba, a cambio de tan poco. O, al menos, de lo que ella consideraba tan poco. El auto avanzaba, y con cada metro recorrido, la promesa de una nueva recompensa se hacía más tangible y excitante en su mente.
El Mercedes-Benz se deslizó por la ruta como un barco negro sobre un asfalto quieto, dejando atrás el trazado conocido de la ciudad para adentrarse en los caminos secundarios que serpenteaban entre campos aún agrestes, manchones de verde persistente a las puertas de la urbe. Nara miraba por la ventana, el paisaje cambiante era un reflejo de su propia excitación interna. La mención de un "nuevo negocio" por parte de Iván había activado en ella una especie de radar, una avidez finamente sintonizada que convertía cada curva del camino en un anticipo de la recompensa. El interior del coche era una cápsula de lujo aislada del mundo, con el suave rugido del motor como única banda sonora y el aroma a cuero y a la colonia amaderada de Iván llenándole los sentidos. Él conducía en silencio, con una mano sobre el volante y la otra apoyada con despreocupación en el descansabrazos, sus dedos golpeteando levemente una melodía inexistente. Esa calma, esa seguridad, eran para Nara la prueba más tangible de su poder. El poder que a ella le interesaba: el que se traducía en cifras en su aplicación de home banking.
—¿Adónde vamos, daddy? —preguntó al fin, rompiendo el silencio pero manteniendo su tono dulce, curioso, el que sabía que le resultaba irresistible.
Iván desvió por un camino de tierra, apenas marcado entre la maleza, que subía suavemente hacia una loma desde donde se divisaba una panorámica despejada del atardecer. El sol, ahora un disco rojo y gigante, comenzaba a besa el horizonte.
—Acá nomás, princesa. Un lugar tranquilo para hablar —respondió él, con un esbozo de sonrisa que no llegaba a sus ojos, pequeños y astutos detrás de los lentes.— Sin nadie que moleste.
El coche se detuvo en un claro, con el motor aún en marcha, ronroneando como un animal satisfecho. La vista era, en efecto, impresionante. Pero Nara no estaba para contemplar paisajes. Su atención estaba puesta en Iván, en cada uno de sus gestos, buscando pistas sobre la propuesta. Él apagó el motor y de pronto el silencio del campo los envolvió, un silencio pesado, solo roto por el canto lejano de un pájaro y el leve crujir de la carrocería del Mercedes al enfriarse. Iván giró en su asiento para mirarla completamente, sus ojos recorriéndola de nuevo, desde las puntas del cabello castaño hasta los zapatos negros, deteniéndose con avidez en las largas piernas desnudas que la falda corta dejaba en evidencia.
—Te dije que tenía un negocio para vos —comenzó a decir, su voz más grave en la quietud.— Pero primero, me tenés que dar un besito. Acercate.
Nara obedeció sin vacilar. Se inclinó sobre la consola central, apoyando una mano en el muslo firme de Iván, y acercó su rostro al de él. Su beso fue suave, húmedo, un contacto que ella permitía pero no disfrutaba, concentrándose en la textura de sus labios, un poco gruesos, y en el sabor a café y tabaco que siempre dejaba en su boca. "Rápido, que pase rápido. Después viene lo bueno". Cuando se separó, Iván le acarició la mejilla con el dorso de los dedos.
—Mi nena linda —murmuró. Luego, su mirada se volvió más intensa, más directa.— Ahora, bajá del auto.
Ella arqueó una ceja, un gesto de sorpresa que inmediatamente disimuló con una sonrisa obediente. —¿Acá? —preguntó, aunque ya estaba abriendo la puerta. La brisa fresca de la tarde le golpeó las piernas.
—Acá mismo. Dá una vuelta al coche y parate frente a mi puerta.
Nara hizo exactamente lo que se le ordenaba. Sus zapatos pisaron la tierra seca y algunas piedritas. El lugar estaba desierto, solo el campo abierto y el cielo que se teñía de púrpura. No había una casa a la vista, ni otro vehículo. Una ligera punzada de intranquilidad, un instinto primitivo, le rozó la nuca, pero lo ahuyentó de inmediato. "¿Y a quién le importa si alguien ve? Total, ¿qué va a pasar? Es Iván. Es mi daddy. Después de esto, el regalo va a ser enorme". La idea de lo que podría obtener a cambio de esta pequeña transgresión a cielo abierto la envalentonó. Llegó frente a la ventana del conductor, que Iván había bajado completamente, y se quedó allí, con sus manos juntas frente a su cuerpo, como una colegiala esperando una indicación.
Iván la observó desde su trono de cuero, su expresión era seria, impenetrable. —¿Me obedecés siempre, princesa?
—Siempre, daddy —respondió ella con una voz que sonó un poco más débil, llevada por el viento.
—Bien —asintió él, lentamente.— Ahora, ponete de rodillas.
Nara contuvo el aliento. La orden, dicha en ese tono calmado pero irrevocable, en medio de tanta desolación, tuvo un peso diferente. Pero la programación de meses de beneficios superó cualquier reticencia. Sin romper el contacto visual, se arrodilló en la tierra. La falda de cuadros se arremolinó alrededor de sus muslos, exponiendo más su piel al aire fresco. La textura áspera del suelo le molestó through las finas medias, pero era un detalle insignificante. Su corazón latía con fuerza, no de excitación sensual, sino de una mezcla de nerviosismo y anticipación mercantil. "Así lo quiere. Así lo tendrá. Y yo tendré mi recompensa".
Iván sonrió, una sonrisa que por primera vez no le llegó a parecer bondadosa, sino satisfecha, de una satisfacción profunda y un poco cruel. —Qué linda estás así, arrodillada para mí —dijo, y su mano derecha se movió hacia su entrepierna. Nara lo miró fijamente mientras él, con movimientos pausados, deliberados, como si disfrutara cada segundo del ritual, se desabrochó el cinturón. El clic de la hebilla sonó como un disparo en el silencio. Luego desató el botón de su pantalón de vestir y bajó el cierre. La tela se separó. —Acercate más, nena. No tengas miedo.
Ella se arrastró unos centímetros hacia adelante, hasta quedar a solo un palmo de la puerta. Iván se acomodó en el asiento y, metiendo los dedos por el borde de su ropa interior, sacó su miembro, que ya estaba semi-erecto. Nara lo miró. Lo conocía bien. Era como el resto de Iván: grueso, poco agraciado, con una vena que latía sutilmente. Pero para ella no era más que un instrumento, la llave que abría la caja fuerte de su daddy.
—Chupá, princesa —ordenó, y su voz tenía ahora un dejo de urgencia, de mandato que no admitía demora.
Nara inclinó la cabeza. Con una docilidad aprendida, apoyó una mano en el muslo de Iván para estabilizarse y, con la otra, tomó suavemente la base. Cerró los ojos un instante, como hacía siempre, y luego, abrió la boca. Sus labios, suaves y rosados, se envolvieron alrededor de la punta. Notó el sabor salado de la piel, el oacre ligeramente almizclado. Comenzó a mover la cabeza con un ritmo constante, de arriba abajo, usando la lengua para lamer y presionar mientras sus manos acariciaban los testículos de Iván sobre la tela del pantalón. Era un acto mecánico, perfeccionado con la práctica. Su mente, sin embargo, estaba en otra parte. Calculaba. "El último regalo fue el celular. El anterior, la motito. Esto, al aire libre, con este riesgo… tiene que ser algo grande. Tal vez un viaje. O una joya. Un anillo de esos de diamantes chiquitos que brillan mucho".
Iván emitió un gruñido profundo, gutural, y su mano se posó sobre la cabeza de Nara, no con fuerza, pero sí con firmeza, guiando el ritmo, hundiendo su cabello castaño entre sus dedos. —Así… así está bien, mi nena —jadeó.— Sos la que mejor lo hace.
Ella redobló sus esfuerzos, ahondando la presión, intentando generar los sonidos que sabía lo volvían loco. Dejó escapar un pequeño gemido fingido, vibrante against su piel, y sintió cómo el cuerpo de Iván se tensaba. Fue en ese momento, con la boca ocupada y su mente sumergida en un catálogo de lujos, cuando él habló de nuevo, entrecortadamente.
—¿Te… te gustaría tener casa propia, Nara?
La pregunta impactó en su conciencia como un rayo. Sus movimientos se detuvieron por una fracción de segundo, la mandíbula le flaqueó. Abrió los ojos, desconcertada, y miró hacia arriba, hacia el rostro congestionado de Iván. Retiró su boca solo lo suficiente para poder hablar, con un hilo de voz ronca. —¿Qué? ¿Una casa?
—Sí, princesa —dijo él, jadeante, pero con una chispa de lucidez en la mirada.— Tu propia casa. Nada de vivir con tu mamá. Un depto para vos sola. En un barrio lindo. ¿Te gustaría?
—¡Sí! —exclamó Nara, sin poder contener la emoción. La idea era tan monumental, tan por encima de cualquier expectativa, que por un momento la transacción actual perdió su carácter mecánico. "¿Una casa? ¿De verdad? ¡Dios mío! ¡Podría tener mi propia vida!". El entusiasmo fue tan genuino y abrumador que, cuando volvió a inclinarse para continuar con su tarea, lo hizo con una energía renovada, casi feroz. Ya no era solo un medio para un fin; en ese instante, chupar con devoción era la respuesta afirmativa más contundente que podía dar. Su boca se volvió más húmeda, más insistente, su lengua bailó con una fervorosa gratitud alrededor del glande. "Una casa. Mía. Nadie me diría nada. Podría invitar a quien quisiera. Sería… libre". La ironía de pensar en libertad mientras realizaba un acto tan sumiso ni siquiera cruzó por su mente.
Iván gimió, disfrutando de este nuevo ardor. —Te la merecés, mi nena buena —murmuró, y sus caderas comenzaron a empujar hacia arriba, meeting el ritmo acelerado de ella. La excitación de Nara, puramente material, se había fusionado con la física de él, creando una ilusión momentánea de pasión mutua. Pero en medio de ese torbellino de expectativas, un pensamiento frío y aislado se abrió paso en la mente de la joven, como un cubo de hielo deslizándose en un vaso de agua caliente. "Esperá… nunca… nunca pasó de esto. Siempre fue así. Arrodillada. Chupándolo. Nunca me pidió acostarme con él de verdad. Ni siquiera me tocó mucho más allá de unas caricias". Era una observación extraña, llegada en el peor momento, pero persistente. ¿Por qué? ¿Era por respeto? ¿O había otra razón?
No tuvo tiempo de analizarlo. La respiración de Iván se volvió más rápida, más entrecortada. Sus dedos se apretaron en su cabello. —Ya voy, princesa… —anunció, con un quejido ronco. Y entonces, justo en el clímax, cuando Nara se preparaba para el final habitual, él añadió, con una voz que pretendía ser casual pero que cortó como un cuchillo a través del aire cargado: —… pero si querés tu casa… te tenés que acostar con tu abuelo y grabarlo para mí.
El mundo se detuvo. La frase no encontró un lugar inmediato en el cerebro de Nara. "Acostarte con tu abuelo". Las palabras resonaron, absurdas, grotescas. "Y grabarlo para mí". Su boca seguía trabajando por inercia, pero su mente era un páramo de confusión. Abrió los ojos de par en par, mirando la pancha de Iván, sin comprender. ¿Su abuelo? El viejo, el padre de su madre, que vivía en el interior, al que veía una vez al año en Navidad. ¿Acostarse con él? ¿Grabarlo? Intentó apartarse, intentó decir "¿Qué?", intentó preguntar, protestar, algo.
Pero fue demasiado tarde. El cuerpo de Iván se tensó en un espasmo final y un chorro caliente y espeso llenó su boca, cortándole cualquier sonido, cualquier pregunta. El reflejo, la costumbre de meses, fue más fuerte que el asco y el horror que empezaban a brotar. Tragó. Una, dos veces, de manera automática, como un robot programado para no desperdiciar ni una gota del preciado líquido que siempre había sido el preludio de un depósito bancario. El sabor salado y amargo le inundó la garganta, pero esta vez no era solo el sabor de Iván; era el sabor de esas palabras monstruosas que ahora se pegaban a su paladar, a su esófago, a su alma.
Cuando terminó, se quedó arrodillada, jadeando, con el mentón brillante y un hilo blanco escapándose de la comisura de sus labios. Ya no sentía la tierra bajo sus rodillas, ni el frío de la tarde. Solo sentía un vacío helado expandiéndose en su pecho. Iván, con un suspiro de profunda satisfacción, se reacomodó en el asiento y se subió el pantalón, abrochándolo con movimientos pausados, como si nada hubiera pasado. Como si no hubiera acabado de destrozar el mundo simple y codicioso de Nara con una sola frase.
Continuara...



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