Incesto: Confesiones de una sugar baby - Parte 2

 


La semana que siguió a la propuesta de Iván fue un torbellino de silencio y cálculos fríos que giraban en la mente de Nara. La imagen de su abuelo, un hombre casi fantasma en su vida, se mezclaba de manera surrealista con la imagen nítida y brillante de una casa propia, un departamento en un barrio lindo, tal como Iván había prometido. Al principio, la idea le había provocado una repulsión instantánea, un escalofrío que le recorrió la espalda mientras aún estaba arrodillada en el campo, con el sabor amargo de Iván en su boca. Pero con el paso de los días, la repulsión comenzó a diluirse, no por una aceptación moral, sino por la poderosa fuerza de la costumbre y la avaricia. Nara estaba acostumbrada a transar pedazos de su intimidad a cambio de bienes materiales. Su cuerpo, para ella, se había convertido en una moneda de cambio, una herramienta de negociación. ¿Qué diferencia real había, se preguntó en algún momento mientras se miraba al espejo, entre arrodillarse frente a Iván y hacerlo frente a su abuelo? Al final, ambos eran hombres, y ambos eran medios para un fin. La transacción con Iván era clara: un acto sexual grabado con su abuelo a cambio de la llave de su independencia. La ecuación, en la fría lógica del interés que la gobernaba, parecía justa. Un acto desagradable, sí, pero uno solo, contra la posesión de un techo propio para toda la vida. "Total, es solo una vez", se repetía, ahogando el último murmullo de su conciencia bajo el rugido de su ambición. "El abuelo es viejo, seguro que ni se da cuenta. Y después, la casa es mía. Nadie me va a molestar nunca más". 


Así fue como, siete días después, Nara se encontró subiendo a un remis de color gris que Iván había pagado con discreción. El viaje fue largo, adentrándose en el corazón de la provincia de Buenos Aires, donde la ciudad se desdibujaba y daba paso a un paisaje de campos interminables, tranqueras oxidadas y algún que otro caserío solitario. Ella iba en el asiento trasero, vestida no para una visita familiar, sino para la misión que tenía encomendada. Llevaba un vestido ajustado, de color rojo oscuro, que le llegaba apenas a mitad del muslo y se abrochaba en el frente con una fila de botones pequeños, un desafío tentador. El escote era pronunciado, marcando la línea de sus pechos pequeños pero firmes. Se había maquillado con más intensidad de la habitual, resaltando sus ojos claros con delineador y sombras, y sus labios brillaban con un carmín intenso. Era una versión hiperbólica de su sensualidad juvenil, un disfraz de mujer fatal que se sentía extraño y poderoso sobre su cuerpo de dieciocho años. En su cartera, junto al teléfono común, llevaba el otro, el de Iván, con la batería cargada al máximo y la función de video lista para ser activada. 


El remis se detuvo frente a una casa baja, de paredes descascaradas y techo de chapa, rodeada por un patio de tierra donde picoteaban unas gallinas flacas. Un aljén verde y cansado marcaba el límite con el camino de tierra. El aire olía a pasto seco y a leña quemada. Nara pagó al conductor con billetes que Iván le había dado para gastos menores y descendió del auto, sintiendo cómo los tacones de sus sandalias se hundían en el polvo. Caminó hasta la puerta de madera, que parecía no haber visto una mano de pintura en décadas, y golpeó con los nudillos, un sonido seco que resonó en la quietud del lugar. 


Pasaron unos segundos antes de que se oyeran pasos arrastrados del otro lado. La puerta se abrió con un chirrido de goznes oxidados y allí estaba él. Su abuelo. El hombre al que apenas veía en las reuniones familiares de fin de año, y al que siempre encontraba sentado en un rincón, callado y con un vaso de vino en la mano. Era flaco, de una delgadez fibrosa y seca que hablaba de una vida de trabajo duro bajo el sol. Vestía como un paisano gaucho: un pantalón de gabardina marrón desgastado, sujeto por un ancho cinturón de cuero con una hebilla grande y sencilla, una camisa a cuadros remangada hasta los codos que dejaba ver unos brazos surcados de venas y cicatrices, y un pañuelo negro anudado al cuello. Su rostro era un mapa de arrugas profundas, curtido por el viento y los años, y sus ojos, de un color grisáceo y apagado, parpadearon varias veces, desconcertados, antes de reconocer a la joven que tenía frente a sí. 


—¿Nara? —preguntó, con una voz áspera, ronca por el tabaco y la falta de uso.— ¿Vos qué hacés por acá, niña? ¿Pasó algo? 


Nara forzó una sonrisa amplia y brillante, la misma que usaba con Iván. —¡Hola, abuelo! No, no pasó nada, tranquilo. —Su tono era artificialmente alegre.— Estaba de pasada por la zona, visitando a una amiga por acá cerca, y se me ocurrió pasar a saludarte. Hacía tanto que no te veía. 


El anciano la miró con una incredulidad que rayaba en la suspicacia. Sus ojos recorrieron su figura, desde los tacones hasta el escote, sin poder disimular su asombro. —De pasada… —repitió, como saboreando la improbabilidad de la frase.— Bueno, qué sé yo. Pasá, pasá, no te quedes en la puerta. Acá adentro hace menos calor. 


La invitación era tosca, pero suficiente. Nara cruzó el umbral y entró en una living comedor pequeño y austero. Los muebles eran escasos y viejos, había un olor a tierra y a guiso rezagado, y una estufa a kerosene apagada en un rincón. Sin perder un segundo, mientras su abuelo cerraba la puerta, ella deslizó la mano dentro de su cartera, activó la aplicación de la cámara del teléfono de Iván y, con un movimiento rápido y disimulado, lo apoyó entre dos latas de conserva vacías en una repisa alta, orientando el lente hacia la mesa de madera rústica donde, presumía, se desarrollarían los eventos. "Que quede bien apuntado. Iván no aceptará un error técnico". 


—Tomás unos mates? —preguntó el abuelo, dirigiéndose hacia la cocina económica, una construcción de ladrillos y cemento adosada a la pared. 


—¡Sí, gracias! —respondió Nara con entusiasmo, sentándose en una silla de paja que crujió bajo su peso. Observó los movimientos del anciano, lentos y precisos: llenar la pava con agua, avivar las brasas en la hornalla, buscar la yerba y el mate. Era un ritual ancestral que a ella le pareció curiosamente tranquilo, fuera de lugar en la tensión que sentía. 


Mientras esperaba, buscó la manera de romper el hielo, de guiar la conversación hacia donde necesitaba. —¿Y… cómo estás, abuelo? ¿Solo por acá siempre? 


—Y sí, niña —respondió él, sin volverse.— Acá con mis gallinas y mis recuerdos. Es lo que hay. 


La pava empezó a silbar. El abuelo preparó el mate con la habilidad de toda una vida y se acercó a la mesa, colocando el equipo entre ellos. Se sentó frente a ella, sus manos nudosas y manchadas por el sol tomando la primera cebada con un sonido fuerte al sorber. Nara tomó el mate cuando se lo ofreció. El sabor amargo de la yerba le recordó, de manera extraña, al sabor que había tenido en la boca una semana atrás. 


—Abuelo —comenzó, buscando las palabras con cuidado, mientras él cebaba otro mate.— ¿Nunca pensaste en buscar compañía? Una novia, quizás. Después de que murió la abuela… 


El anciano soltó una carcajada seca, áspera, que sonó como el crujir de una rama seca. —¿Una novia? ¡Ja! ¿Y para qué, Nara? ¿Para que me rompa las pelotas? No, gracias. A mi edad, lo único que quiere uno es paz. 


—Pero debe ser muy triste estar solo —insistió ella, con una fingida compasión. 


—¿Triste? —él la miró fijamente, y por un instante, Nara creyó ver un destello de lucidez en sus ojos grises.— La tristeza es para los que esperan algo. Yo ya no espero nada. Y tengo mis novias, no te creas. 


—¿Sí? —preguntó Nara, sorprendida. 


—Sí —dijo él, con un guiño pícaro que le transformó por completo el rostro arrugado.— La Carmen, la que vende huevos en la ruta, siempre me saluda lindo. Y la Susana, la de la carnicería, me guarda los mejores cortes. Esas son mis novias. —Se rió de su propio chiste, una risa sincera que por un momento hizo que Nara olvidara por qué estaba allí. 


Pero el objetivo era demasiado importante. La imagen del departamento, de la llave en su mano, volvió a su mente con fuerza. La charla trivial no la llevaría a ninguna parte. "Es un hombre, al fin y al cabo", pensó, apretando los puños bajo la mesa. "Un hombre viejo y solo. Debe tener las mismas necesidades que cualquier otro. Solo hay que ser directa". Tomó aire, como quien se prepara para saltar al vacío. 


Cuando su abuelo le pasó el mate nuevamente, en lugar de tomarlo, ella extendió su mano y la posó sobre el muslo del anciano, justo por encima de la rodilla. La tela áspera de la gabardina era áspera bajo sus dedos. El hombre se quedó inmóvil, la mano suspendida en el aire con el mate, sus ojos fijos en ella, desconcertados, incapaces de procesar el contacto. 


—Abuelo —dijo Nara, bajando la voz a un susurro que pretendía ser seductor pero que sonó forzado y quebrado.— No tenés por qué estar solo. Déjame… déjame ayudarte con la soledad. 


Antes de que el anciano pudiera reaccionar, decir algo, rechazarla o entender siquiera lo que estaba pasando, Nara se deslizó de la silla y se arrodilló en el piso de cemento frente a él. No supo muy bien por qué eligió esa posición, tan sumisa, tan familiar. Quizás era el único lenguaje sexual que realmente conocía. Miró hacia arriba, hacia el rostro surcado de arrugas que ahora mostraba una mezcla de estupor y algo que podría haber sido alarma. Con manos que temblaban levemente, pero con una determinación férrea, buscó la hebilla del ancho cinturón de cuero.


Continuara... 

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