Incesto: Confesiones de una sugar baby - Parte 4
El silencio en la habitación era pesado, cargado con el olor a sexo, a sudor y a yerba mate derramada. Nara yacía sobre la mesa de madera, las piernas todavía abiertas, mirando el techo de chapa con los ojos muy abiertos, tratando de capturar un aliento que parecía haberse fugado de sus pulmones para siempre. El fuego que había ardido en sus entrañas ahora se convertía en una brasa caliente y pulsátil, un recordatorio físico de lo que acababa de ocurrir. No eran los pensamientos los que la invadían primero, sino las sensaciones: la aspereza de la madera contra su espalda desnuda, el cosquilleo del sudor secándose en su piel, el dolor sordo y placentero entre sus piernas. Luego, lentamente, como si emergiera de un sueño profundo y turbio, la conciencia regresó. Y con ella, no la vergüenza que la moral dictaría, sino una vergüenza de otra índole, más profunda y confusa: la vergüenza de haber disfrutado de manera tan visceral, tan completa.
"¿Qué me pasó?", pensó, girando la cabeza para mirar a su abuelo. Aníbal estaba sentado en la silla, aún jadeando, con el pantalón enrollado en sus tobillos y la mirada perdida en algún punto del piso de cemento. Su pecho, delgado y velludo, se elevaba y descendía con ritmo cansino. Él también parecía intentando comprender la magnitud del acto animal que habían compartido. Nara se incorporó con dificultad, sintiendo cada músculo dolorido. Su vestido roto yacía en el suelo como un cadáver de tela. Con movimientos torpes, bajó de la mesa, sus piernas temblorosas apenas la sostuvieron. Recogió los jirones de su ropa, sintiendo la mirada de Aníbal sobre ella, una mirada que ya no era de lujuria, sino de una curiosidad sombría. Se vistió apresuradamente con lo que quedaba de su vestido, avergonzada no del acto en sí, sino de la intensidad con la que su propio cuerpo había traicionado cualquier noción de deber ser. "Me encantó. Me encantó que mi abuelo me hiciera eso. ¿Qué hay de malo en mí?".
Sin atreverse a mirarlo a los ojos, murmuró, mientras se acomodaba el escote destrozado lo mejor que podía: —Me… me tengo que ir, abuelo.
Aníbal no dijo nada al principio. Solo asintió lentamente, con un gesto grave. Cuando ella se inclinó para recoger su carpa del suelo, donde había volado durante el forcejeo inicial, él se levantó con un quejido y se subió el pantalón. Mientras Nara buscaba desesperadamente el teléfono de Iván —el que había estado grabando desde la repisa—, sintió una mano callosa que le daba una palmada firme y posesiva en la nalga. Era un gesto tosco, pero no agresivo. Todo lo contrario.
—Andá, entonces —dijo la voz ronca de Aníbal detrás de ella.— Pero acordate… volvé cada vez que necesites un hombre de verdad.
La frase, cargada de una crudeza que hacía temblar los cimientos de su mundo, debería haberle dado escalofríos. En cambio, un nuevo escalofrío de excitación, mezclado con esa vergüenza que ya la habitaba, le recorrió la espalda. Antes de que su razón pudiera detenerla, se dio vuelta y, en un impulso que no entendió, se acercó a su abuelo y le dio un pequeño beso en la boca, un contacto rápido pero lleno de una complicidad recién descubierta. Le guiñó un ojo, forjando una máscara de picardía que no sentía del todo.
—Hasta pronto —susurró, y salió casi corriendo de la casa, sin mirar atrás.
El viaje de regreso en el remis fue un torbellino de confusión. La imagen de su abuelo sobre ella, la sensación de su fuerza, los sonidos que habían llenado la habitación, se repetían en su mente en un bucle interminable. Se sentía sucia, excitada, confundida y, por encima de todo, extrañamente poderosa. Había cruzado un límite que ni siquiera sabía que existía, y en lugar de sentirse destruida, se sentía… expandida. Cuando el auto entró en la ruta asfaltada, recuperó algo de lucidez. Sacó el teléfono de Iván de la cartera. La pantalla indicaba que la grabación había sido larga, muy larga. Con dedos que aún temblaban levemente, encontró la conversación con su daddy y adjuntó el archivo de video. Lo envió sin mirarlo, sin un mensaje. No hacía falta. El sudor frío le cubrió la nuca al apretar "enviar", pero fue solo un instante. Minutos después, su teléfono personal vibró. Era un mensaje de Iván. Lo abrió con ansiedad.
«Te ganaste un departamento, princesa.»
La frase, simple y directa, debería haberle provocado una explosión de alegría pura. Y sí, la alegría llegó, una oleada de euforia material que le hizo sonreír ampliamente frente a la ventana del remis. ¡Lo había logrado! ¡Tenía su casa! Pero la alegría era como un fuego artificial: brillante y efímera. Debajo de ella, persistía esa sensación extraña, esa resonancia del placer que había experimentado con Aníbal. Había hecho algo que la mayoría de la gente consideraría horrible, aberrante, y sin embargo, a ella le había encantado. Esa contradicción se instaló en su pecho como un hueso duro de roer. "¿Y qué?", se dijo a sí misma, endureciendo su mirada mientras veía pasar los edificios cada vez más altos. "Yo lo disfruté, él lo disfrutó, y yo tengo mi departamento. ¿Quién pierde?".
Cuando el remis se acercaba a las afueras de su ciudad, otro mensaje de Iván llegó. Esta vez, era una dirección. Un barrio nuevo, de torres modernas y vidriadas. Le dio la dirección al conductor y se recostó en el asiento, tratando de ordenar sus pensamientos. Al llegar al lugar, un edificio imponente de líneas rectas y balcones amplios, vio la figura familiar de Iván esperando en la vereda, junto a su Mercedes negro. Parecía estar de excelente humor, con una sonrisa amplia y satisfecha.
Nara bajó del remis y se acercó a él, sintiendo por primera vez una especie de distancia invisible. Él la miró de arriba abajo, notando el vestido destrozado y discretamente cubierto con una chaqueta que ella había tenido en la carpa, pero no hizo ningún comentario. En cambio, abrió los brazos.
—Mi princesa —dijo, abrazándola con fuerza.— Viniste.
—Hola, daddy —respondió Nara, enterrando la cara en su hombro, oliendo su colonia cara. Era un olor conocido, seguro, pero ahora le parecía artificial comparado con el olor a campo y a hombre sudoroso que aún llevaba impregnado.
—¿Estás bien? —preguntó él, sosteniéndola a distancia para mirarla a los ojos.
—Sí, sí… solo un poco cansada del viaje —mintió ella, esbozando su sonrisa más dulce.
—Bueno, eso se te va a pasar en un minuto —dijo Iván, tomándola del brazo con familiaridad.— Vení, que te quiero mostrar tu premio.
La llevó a través del lobby impecable, con pisos de mármol y portero uniformado, hasta un ascensor silencioso que los llevó al décimo piso. Al abrir la puerta del departamento, Nara contuvo el aliento. Era enorme, moderno, con paredes blancas, pisos de porcelanato brillante y grandes ventanales que ofrecían una vista panorámica de la ciudad. Tenía tres habitaciones, un living comedor amplio, y una cocina integrada con todos los electrodomésticos nuevos. Estaba vacío, pero era un lienzo en blanco, lleno de potencial. Era todo lo que había soñado.
Iván la observaba, disfrutando de su reacción. —¿Te gusta?
Nara lo miró, y por primera vez en mucho tiempo, su sonrisa fue completamente genuina, nacida de un deseo material cumplido. —Me encanta, Papi. Es… perfecto.
Iván le acarició el cabello, con ese gesto posesivo que antes la hacía sentir segura. —¿Lo tenés que amueblarlo ahora —afirmó, más que preguntó.
—Sí —asintió ella, emocionada, mirando a su alrededor.— ¿Me vas a ayudar, Papi?
Al decir esto, se acercó más a él y, con una audacia renovada, deslizó su mano y le tocó la entrepierna a través del pantalón. Era su lenguaje, el que ambos entendían.
Iván sonrió, una sonrisa que no llegaba a sus ojos. La miró con una mezcla de lujuria y algo más, algo calculador. —Por supuesto que te voy a ayudar, princesa. Pero todo tiene su precio. ¿Qué harías por amueblarlo?
Nara no vaciló ni un segundo. La transacción era clara. Era el mundo que ella había elegido. —Lo que sea, Papi —dijo, con una voz que era una promesa.
Con esa respuesta, la sonrisa de Iván se ensanchó. Sabía, con una certeza absoluta, que Nara haría lo que él le pidiera. Ya no había límites, y él lo había demostrado con el video. No dudó. Puso una mano en su hombro y la miró fijamente.
—Bien —dijo, su voz bajando a un tono confidencial y perverso. — Porque ahora, mi nena linda, debés conocer mejor a tu padre.
Las palabras de Iván flotaron en el aire silencioso del departamento vacío, pesadas como bloques de plomo. "…debés conocer mejor a tu padre". La frase, cargada de una implicación tan obscena y retorcida que superaba incluso lo sucedido con el abuelo Aníbal, no encontró de inmediato un eco claro en la mente de Nara. En su lugar, se produjo un silencio interno, un vacío de segundos en el que su cerebro, acostumbrado a procesar transacciones, intentó comprender la propuesta. Su padre. La imagen de su propio padre, un hombre del que apenas tenía recuerdos nítidos, un fantasma que había abandonado a su madre cuando ella era una niña y cuya presencia se reducía a una llamada esporádica en su cumpleaños, surgió en su mente. Era una figura desdibujada, sin rostro concreto, asociada más a la ausencia y a un vago resentimiento que a cualquier sentimiento real.
"¿Mi padre?", pensó, y la pregunta reverberó en su interior sin una respuesta clara. "¿Se querrá acostar conmigo?". La crudeza de la propia pregunta, formulada con la misma lógica fría con la que evaluaba un nuevo par de zapatos, le produjo una sacudida. No era repulsión moral, sino más bien un asombro perverso, la constatación de hasta dónde podían extenderse los límites en este nuevo mundo que habitaba. Miró a Iván, a sus ojos pequeños y astutos que la observaban con una mezcla de lujuria y desafío, como si estuviera probando la resistencia final de un material. Él no sonreía. Era una orden disfrazada de sugerencia, y ambos lo sabían.
Iván, percibiendo el titubeo, el leve nubarrón de duda en esos ojos claros que siempre se habían mostrado tan dóciles, decidió cortarlo de raíz. No con persuasión, sino con la reafirmación inmediata de la dinámica que los gobernaba. Su mirada se endureció un grado, perdiendo el último vestigio de la ternura paternalista que a veces fingía.
—No me mires así. Ponete de rodillas —ordenó, su voz áspera, sin dejar espacio para la reflexión o la negociación.
Fue como activar un interruptor. La orden, tan familiar, tan grabada a fuego en el ritual de su relación, despejó instantáneamente cualquier niebla de incertidumbre en la mente de Nara. La duda sobre su padre se esfumó, reemplazada por la inmediata respuesta de su cuerpo al mandato. El susurro de la moral, si es que alguna vez lo hubo, fue ahogado por el rugido de la costumbre y la excitación de la sumisión. Sin una palabra, con un movimiento fluido que ya era pura mecánica, se deslizó de la silla en la que se había sentado simbólicamente y se arrodilló en el frío porcelanato del piso virgen. Miró hacia arriba, hacia la figura de Iván, que se recortaba contra la luz de los ventanales, y esperó.
Él se desabrochó el cinturón con movimientos pausados, deliberados, disfrutando del espectáculo de su sumisión. El cierre de su pantalón de vestir bajó con un ruido sordo, y al desprender la ropa interior, su miembro, aún flácido y vulnerable, quedó al descubierto. Nara lo miró. No con la aversión que podría sentir otra persona, sino con una especie de posesividad profesional. Era su territorio, el instrumento que ella sabía manipular para obtener lo que quería. Y en ese momento, lo que quería era demostrarle a Iván, y quizás a sí misma, que su lealtad no tenía fisuras, que su capacidad de obediencia era infinita.
Inclinó la cabeza y, sin esperar una segunda orden, pasó la lengua por la punta, con un movimiento lento, casi contemplativo. El sabor le era conocido, una mezcla de limpio y salado que ya no le producía ni atracción ni rechazo, sino una sensación de control. "Yo hago que esto crezca", pensó, con un destello de poder que siempre la sorprendía. "Con mi boca, con mis manos, yo lo convierto en esto". Y, efectivamente, bajo la caricia húmeda y experta de su lengua, sintió cómo la carne flácida comenzaba a palpitar, a endurecerse, a ganar volumen y firmeza dentro de su boca. Era un proceso que nunca dejaba de fascinarla; la transformación de algo inerte en un símbolo de poder, un poder que ella, de rodillas, dirigía.
Iván emitió un gruñido profundo, de satisfacción. Sus manos se posaron en su cabeza, no con fuerza, sino con la familiaridad de quien agarra las riendas de un animal bien domesticado. La miraba desde arriba, observando cómo su rostro juvenil e inocente se envolvía alrededor de su sexo, y una oleada de dominio absoluto lo inundó. Disfrutaba no solo de la sensación física, sino de la evidencia de su control sobre ella. Decidió presionar un poco más, llevar la transgresión al siguiente nivel, seguro de que ella ya no tenía línea de retorno.
—Así… así, mi princesa —jadeó, mientras sus caderas comenzaban a moverse en un ritmo leve, empujando suavemente.— Tu padre… tu padre sería muy feliz con tu boca. Le encantaría sentir esta boquita tan linda… tan obediente.
Las palabras, dichas en el clímax de la intimidad, deberían haberla detenido. En cambio, tuvieron el efecto contrario. Una descarga eléctrica de excitación prohibida, aún más intensa que la que sintió con su abuelo, le recorrió el cuerpo. La idea, grotesca y tabú, de arrodillarse así frente a su propio padre, de usar esta habilidad que tan bien había perfeccionado en el hombre que la había engendrado, actuó como un afrodisíaco poderoso. No fue el deseo hacia su padre, un hombre que era casi un extraño, sino el vértigo de la transgresión absoluta, el último escalón en su viaje de autodegradación calculada. Su boca se volvió más enérgica, más insistente. Comenzó a mover la cabeza con mayor rapidez y profundidad, ahogando cualquier posible reflexión en la acción mecánica y placentera. Sus manos se aferraron a los muslos de Iván, y un gemido gutural, genuino esta vez, vibró alrededor de su miembro. "Sí", pensó, en un éxtasis perverso, "que sea feliz. Que todos sean felices. Yo soy la que los hace felices, y ellos me dan a mí lo que yo quiero".
Iván, sorprendido y excitado por esta respuesta tan entusiasta a su propuesta más retorcida, no pudo aguantar mucho más. Sus gruñidos se hicieron más frecuentes, su respiración más entrecortada.
—Ya voy, princesa… —anunció con un quejido ronco, y sus dedos se apretaron en su cabello.
Nara no se apartó. Al contrario, se hundió más, sabiendo lo que venía, aceptándolo como la parte final del ritual. Sintió el espasmo final y la eyaculación caliente llenando su boca. Tragó, una, dos veces, con la eficiencia de quien realiza una tarea familiar, mientras el cuerpo de Iván se estremecía sobre ella. Permaneció arrodillada un momento más, hasta que él, con un suspiro de profunda satisfacción, se separó.
Iván se recompuso con parsimonia, subiéndose el pantalón y abrochándose el cinturón. Miró a Nara, que seguía en el suelo, con un hilo de saliva blanquecina escapándole de la comisura de los labios y brillándole en la barbilla. Su mirada era triunfal. Había cruzado una nueva frontera con ella, y no había encontrado resistencia, sino colaboración entusiasta.
—Bien —dijo, alisándose la camisa.— ¿Entonces, lista para hacer feliz a tu padre?
Nara alzó la vista. Sus ojos claros, ahora velados por una mezcla de agotamiento y resolución, lo miraron fijamente. Se limpió la barbilla con el dorso de la mano, sin un ápice de vergüenza. La sonrisa que esbozó era pequeña, segura, y estaba teñida de una oscuridad que no estaba allí antes.
—Sí —respondió, su voz un poco ronca por el esfuerzo, pero firme.— Sí, lo voy a hacer. Lo voy a hacer el hombre más feliz.
No era solo una afirmación. Era una promesa. Y en el eco de esas palabras, en el departamento vacío y luminoso, se sellaba un pacto que ya no tenía retorno. Nara había descubierto que no solo estaba dispuesta a vender su cuerpo, sino también a profanar los últimos vestigios de su propia historia familiar a cambio de las llaves de su jaula de lujo. Y lejos de horrorizarse, la idea la excitaba. Había encontrado, en la más absoluta sumisión, una forma retorcida y poderosa de libertad.
Continuara...



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