Incesto: Confesiones de una sugar baby - Epílogo

 


El tiempo, que suele ser un bálsamo para las conciencias, se convirtió para Nara en el cincel que perfeccionó la escultura de su propia perdición. Lo que comenzó como una transacción fría, un cálculo basado en la avaricia y la comodidad, fue mutando lentamente hasta transformarse en el núcleo mismo de su identidad. A sus diecinueve años, Nara ya no era la chica de rostro inocente que se alegraba con un mensaje de su daddy; era la arquitecta consciente de un laberinto del que ya no quería salir. Había aprendido, con la dedicación de una discípula aplicada, a obedecer cada uno de los caprichos de Iván. Su sumisión ya no era un acto performativo, sino un estado natural, la postura en la que su cuerpo y su mente encontraban su verdadero equilibrio.


Iván, por su parte, vio su creación coronada con un éxito que superó sus expectativas más ambiciosas. Nara era el producto estrella, una actriz nata en un teatro cuyas reglas solo él conocía por completo. La obediencia de ella era absoluta. Si él sugería un escenario, una fantasía, un nuevo límite que cruzar, Nara no solo accedía; se sumergía en el papel con una convicción que a veces lo alarmaba y siempre lo excitaba. Pero incluso en su papel de titiritero, Iván no era del todo consciente de la metamorfosis interna de su princesa. Él creía dirigir cada uno de sus movimientos, sin darse cuenta de que Nara había desarrollado sus propios apetitos, sus propias lealtades perversas.


De todos los mandatos, de todas las escenas que Iván orquestaba, las que un hilo de fuego conectaba directamente con el placer más profundo de Nara eran aquellas que involucraban a su padre, Esteban, o a su abuelo, Aníbal. El simple hecho de pronunciar las palabras "tu papá" o "tu abuelo" en su oído, en el momento previo a un encuentro, era suficiente para que un estremecimiento de anticipación genuina recorriera su cuerpo. El incesto había dejado de ser un tabú que transgredir para convertirse en su lenguaje íntimo, la fuente de una excitación que no encontraba parangón en ningún otro acto. Era la conexión sanguínea, la profanación del árbol familiar, lo que eleva cada caricia, cada penetración, a la categoría de éxtasis único. En los brazos de Esteban, sintiéndose simultáneamente hija y amante, o bajo la fuerza rústica y posesiva de Aníbal, Nara experimentaba una sensación de pertenencia y de poder tan contradictoria como adictiva. Allí no era una mercancía; era una cómplice, parte de un secreto tan grande que abarcaba generaciones.


El flujo de dinero hacia sus cuentas era un torrente constante. A los diecinueve años, Nara poseía cinco casas en distintos barrios de la ciudad, tres autos de alta gama que apenas manejaba, y un guardarropas que era la envidia de cualquier influencer. Vivía en el departamento que Iván le había regalado, ese que había sido el precio de su caída inicial, y desde allí administraba su fortuna con una frialdad que habría hecho sonrojar a cualquier magnate. Lo que ella ignoraba, en su burbuja de lujo y sumisión, era el negocio paralelo que Iván había construido a su alrededor. Los videos que ella grababa con tanta devoción, ya sea por orden suya o por iniciativa propia durante sus visitas a Esteban y Aníbal, no se quedaban almacenados en un disco duro privado. Iván, con la mente fría de un empresario, los vendía a una cartera exclusiva y discreta de clientes con gustos "distintos", coleccionistas de perversiones inconfesables que pagaban sumas exorbitantes por cada nuevo material. Nara era, sin saberlo, una estrella porno amateur en un mercado negro y ultrasecreto, y su juventud, su belleza y su particular especialización en el tabú familiar la convertían en la joya más preciada del catálogo.


Su vida se había convertido en un constante rodaje. Cámaras ocultas, teléfonos estratégicamente posicionados, micrófonos sensibles… cada rincón de su mundo era un set potencial. Pero en medio de esa existencia mediática y transaccional, Nara se guardaba para sí misma unos momentos que consideraba puros, aunque estaban manchados por la misma transgresión que todo lo demás. Se tomaba el tiempo, sin que Iván se lo pidiera, de visitar a su abuelo en el campo. Llegaba con regalos caros que contrastaban con la humildad de la casa de chapa, y Aníbal la recibía con esa mirada de macho satisfecho que tanto la excitaba. Esos encuentros no se grababan. Eran solo para ella, para saborear la crudeza auténtica de ese hombre que, en su vejez, le había enseñado el placer de la fuerza bruta.


También buscaba a su padre, Esteban. Sus citas ya no necesitaban excusas. Iba a su departamento y cruzaba la puerta con la certeza de lo que ocurriría. La relación padre-hija había sido reemplazada por una simbiosis lujuriosa y enfermiza. Se abrazaban como amantes, se contaban sus días con la intimidad de una pareja, y su conversación siempre derivaba, inevitablemente, hacia el dormitorio. En esos momentos, Nara no pensaba en el dinero, ni en Iván, ni en las cámaras. Solo sentía la extraña y poderosa calma que le producía entregarse al hombre que la había engendrado, como si en ese acto circular encontrara una respuesta retorcida a todas las preguntas de su vida.


Había entendido, en lo más profundo de su ser, que el incesto la excitaba más que nada en el mundo. Más que el dinero, más que los autos, más que las casas. Era su verdadero vicio, su oscuro centro gravitacional. Y en ese entendimiento, encontró una forma retorcida de libertad. Ya no era una chica que vendía su cuerpo por regalos; era una mujer que usaba a un hombre para financiar su adicción más íntima y prohibida. El círculo se cerraba. La obediencia a Iván era el peaje que pagaba para poder sumergirse, una y otra vez, en el fuego sagrado y corrupto de su propia sangre. Y en ese infierno particular, Nara, de diecinueve años, dueña de una fortuna y de un secreto monstruoso, se sentía, por primera vez, completamente en casa.


Fin

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