Incesto: Confesiones de una sugar baby - Parte 3

 


La hebilla del cinturón, grande y fría bajo sus dedos, cedió con un clic metálico que sonó estruendoso en el silencio cargado de la habitación. Nara, arrodillada en el piso de cemento, sintió el corazón latiéndole en la garganta, un tamborileo acelerado de nerviosismo y una curiosidad malsana que empezaba a ahogar los últimos vestigios de duda. Sus manos, ahora más seguras, deslizaron la correa de cuero grueso a través de los pasadores y luego se dirigieron al botón del pantalón de gabardina. La tela, áspera y gastada, se separó con facilidad, y el cierre descendió con un ruido sordo. Al hacerlo, la prenda se abrió lo suficiente para revelar que, contra toda lógica y expectativa, su abuelo Aníbal —ese era su nombre, Aníbal, un nombre que de pronto dejó de ser una etiqueta familiar para convertirse en algo tangible y potente— ya estaba completamente excitado. No era la reacción de un anciano sorprendido y avergonzado, sino la respuesta inmediata y física de un hombre. 


Al desprender la ropa interior, el miembro de Aníbal quedó al descubierto, y Nara contuvo el aliento. Era grande, considerablemente más grande y grueso que el de Iván, con una virilidad rústica y poderosa que parecía desmentir los años del hombre. Estaba erecto, palpitante, con una tensión que hablaba de una fuerza contenida durante mucho tiempo. Por un instante, la joven se quedó paralizada, observando aquella parte íntima de su abuelo con una mezcla de incredulidad y un interés puramente carnal que empezaba a despertar en ella. La programación inicial, la fría transacción, se difuminó por un segundo ante la evidencia física. "Está duro... y es enorme", pensó, y luego, casi por un impulso automático, inclinó la cabeza y pasó la lengua por la punta, con un movimiento rápido y exploratorio. 


El sabor que encontró no fue el que esperaba. No era el sabor limpio, casi clínico, de Iván, que siempre olía a jabón caro. Era un sabor terroso, salado, un poco salvaje, un oacre masculino intenso y sin adornos que le llenó las papilas gustativas. Y para su propia sorpresa, un escalofrío de placer genuino, no fingido, le recorrió la espina dorsal. "Por qué me gusta...", se preguntó, atónita, "es mi abuelo... un hombre de 65 años...". Pero el pensamiento se desvaneció tan rápido como había llegado, ahogado por un impulso más primitivo. Pasó la lengua de nuevo, con más decisión, rodeando el glande, saboreando esa esencia cruda que le resultaba inexplicablemente excitante. Cerró los ojos, ya no para evadirse, sino para concentrarse en la sensación, y envolvió sus labios alrededor de la punta, comenzando a chupar con una lentitud que no era calculada, sino sincera. 


Aníbal, que se había quedado petrificado en la silla, con los ojos clavados en la nuca de su nieta, emitió un sonido gutural, un quejido que era mitad sorpresa, mitad un despertar brutal. Su cuerpo, que había permanecido rígido, de repente cobró vida. Pero no fue una reacción de ternura o de rechazo moral. Algo se quebró dentro de él, alguna barrera civilizada que mantenía a raya al hombre primitivo que había sido en su juventud. En un movimiento rápido y sorpresivamente ágil para su edad, su mano, grande y callosa, se cerró alrededor de la nuca de Nara, no con violencia extrema, pero sí con una firmeza férrea que le impidió cualquier movimiento. 


—¿Qué carajo estás haciendo, nena? —gruñó, pero su voz no sonaba a enfado, sino a una oscura y ronca incredulidad. 


Antes de que Nara pudiera balbucear una explicación, una disculpa o una mentira, la mano en su nuca la levantó con una fuerza bruta. Aníbal se puso de pie, su sombra alta y delgada cubriéndola por completo, y la impulsó hacia la mesa de madera rústica. Los mates y la pava cayeron al suelo con un estruendo de loza y metal, salpicando el piso de yerba húmeda. Nara gritó, un grito ahogado por el shock, pero en lugar de luchar, una extraña y peligrosa sumisión se apoderó de ella. La manera en que la manejaba, la fuerza con la que la poseía, despertó algo que Iván, con sus caricias predecibles y sus pedidos educados, nunca había logrado tocar. 


Aníbal la tumbó de espaldas sobre la mesa, la madera áspera arañándole la piel a través del fino vestido. Sus ojos grises, ahora encendidos con un fuego que ella nunca le había visto, la miraban con una intensidad devoradora. —¿Viniste a buscar esto, putita? ¿Viniste a buscar a un hombre de verdad? —le espetó, mientras sus manos, fuertes y experimentadas, agarraban el escote de su vestido y, con un solo tirón seco, lo desgarraron. Los botones saltaron y se perdieron en el suelo. Nara sintió el aire frío sobre sus pechos desnudos y un gemido escapó de sus labios, un sonido de genuino placer mezclado con el miedo. 


—Abuelo... —logró decir, pero era un susurro sin convicción, una protesta vacía. 


—Callate —cortó él, y su boca se abalanzó sobre la de ella en un beso brutal, hambriento, que no tenía nada de la técnica cuidadosa de Iván. Era un beso que sabía a tabaco negro, a mate amargo y a pura necesidad animal. Su lengua invadió su boca con dominio, y Nara, lejos de resistirse, respondió con una ferocidad que la sorprendió a ella misma, enredando su lengua con la de él, mordisqueándole los labios ásperos. Mientras la besaba, sus manos no perdían el tiempo. Arrancó los jirones del vestido, luego le bajó la bombacha con un movimiento brusco, dejándola completamente expuesta sobre la mesa, vulnerable y excitada como nunca antes. 


La sumisión que siempre había performado para Iván se transformó, en ese momento, en algo auténtico y profundamente arraigado. Disfrutaba de ser manejada, de ser deseada con esa urgencia salvaje. "Que me rompa", pensó, con una claridad aterradora, "que haga lo que quiera". Aníbal, jadeando, se apartó un instante para bajarse el pantalón y la ropa interior hasta los tobillos. Su miembro, ya bien erecto, se veía imponente. Sin más preámbulos, se posicionó entre sus piernas, que ella abrió de manera instintiva, invitándolo. 


—¿Estás segura, nena? —preguntó, con un último destello de lucidez, su voz un ronquero. 


—Sí, abuelo, por favor —suplicó Nara, y esta vez no hubo fingimiento en su voz, solo una necesidad desesperada. 


Aníbal no necesitó que se lo pidiera dos veces. Con una embestida poderosa y sin miramientos, la penetró por completo. Nara gritó, un grito agudo que se mezcló con el crujido de la mesa bajo su peso. El dolor inicial, intenso y abrasador, por su tamaño y falta de preparación, se transformó rápidamente en una sensación de plenitud abrumadora, de ser poseída de una manera que nunca había experimentado. Aníbal no tenía la técnica de un amante joven; tenía la fuerza cruda y el ritmo implacable de un hombre que tomaba lo que quería. La agarraba de las caderas, clavándole los dedos en la carne, y la embestía con una fuerza que hacía temblar los cimientos de la mesa. Su cuerpo delgado y fibroso se curvaba sobre ella, sudoroso, y le mordía el cuello, los hombros, marcándola con una posesividad animal. 


—¿Te gusta, eh? ¿Te gusta que tu viejo abuelo te folle así? —gruñía en su oído, entre jadeo y jadeo. 


Nara, fuera de sí, ya no pensaba en la cámara grabando, en Iván, en la casa. El mundo se había reducido a la madera áspera en su espalda, al olor a sudor y a hombre anciano, y a la sensación de estar siendo reventada por dentro de la manera más placentera imaginable. 


—¡Sí! ¡Más, abuelo, más fuerte! —gritaba, enredando los dedos en su camisa a cuadros, arañándole la espalda.— ¡Así, duro! 


La mesa se movía, golpeando contra la pared con cada embestida. Aníbal, estimulado por sus gritos, redobló su esfuerzo, cambiando el ángulo, profundizando aún más. Nara sintió que algo se desencadenaba en su interior, una ola de placer que crecía con cada movimiento brusco, cada palabra soez que su abuelo le susurraba. Era un acto de pura lujuria, despojado de cualquier atisbo de afecto o ternura, y eso era, paradójicamente, lo que la llevaba al éxtasis. Finalmente, con un grito desgarrado que era la suma de todas sus tensiones, llegó al orgasmo, un espasmo violento y prolongado que hizo que su cuerpo se arqueara sobre la mesa y que sus uñas se clavaran en los brazos de Aníbal. 


Él, al sentir cómo se contraía alrededor de él, soltó un rugido y, con unas pocas embestidas finales y profundas, se derrumbó sobre ella, vaciándose no dentro, sino sobre su vientre, en un chorro caliente y abundante que manchó su piel sudorosa. Permanecieron así un momento, jadeando, el aire lleno del olor a sexo y a esfuerzo. Luego, Aníbal se separó, con un suspiro profundo, y se dejó caer pesadamente en la silla, con el pantalón aún en los tobillos, mirándola fijamente, con una expresión que era difícil de descifrar: satisfacción animal, sí, pero también algo de asombro y quizás, un atisbo de culpa. 


Nara quedó tendida sobre la mesa, las piernas aún abiertas, jadeando, con el cuerpo marcado, sudoroso y manchado. Miró el techo de chapa, desconcertada, tratando de entender qué demonios acababa de pasar. Se había olvidado por completo del celular, de Iván, del objetivo. Lo único real era el fuego que aún ardía en sus entrañas y la figura de su abuelo, Aníbal, respirando con dificultad en la silla. Un hombre de verdad, efectivamente. Y ella, por primera vez, había sentido algo más que el frío tacto de una transacción. 


 


Continuara... 

Comentarios

Entradas populares